Los números romanos
Gustavo Adolfo Bécquer sabía un himno gigante y extraño que anunciaba en la noche del alma una aurora y con él en el ápice de su pluma inició su largo rosario de Rimas para bien de la gente. Después vinieron el arpa, tal vez olvidada por su dueño del salón en el ángulo oscuro, y más tarde, las golondrinas oscuras con su vuelo planeado tocarían con sus alas tus cristales... para jugar. Y así hasta setenta y seis. Píldoras emocionadas sustentadas en un decir sencillo que su corta vida dejó en la vía muerta de su portentoso estro. Basta leerlas para traspasar las barreras de este mundo.
Pero este señor era poeta y tenía licencia para morir. A sus encendidos versos dividió, según era la costumbre, por tramos, que eran como dosis, y a cada uno de ellos asignó un número, que fue romano. La marca de un siglo podrido hasta los huesos, donde reyes imperiales usurparon salones estucados y reyes felones cultivaron la mentira y el desprecio sin el menor pudor, y guerras civiles sin fin consumieron la salud de media población, donde se ensayó una atrocidad de República, un reinado extranjero, hasta la vuelta de unos reyes incapaces de evitar que nos hundieran un barco en plena bahía caribeña y nos declararan una guerra más, cuando asesinaban al primer ministro que la suerte nos había deparado. Era el siglo XIX, no lo olvidemos, el de la vida y la muerte, pañuelo para enjugar las lágrimas de unos hombres que todavía soñaba con una España respetable.
Aquello pasó. Todo fluye, claro está, y del XIX se pasó al XX y después al XXI. Recuerdo haber escrito en alguna ocasión la tristeza que deben albergar algunos cuando por apellido recurren a un número romano. Los papas, los reyes, los grandes empresarios. Mis comentarios eran figuras literarias, no más, pero servían para el fin que fueron divulgados. Hoy no es el caso. Hoy prefiero la visión amable de una realidad dormida. Hoy debo romper una lanza, mejor dicho, un verso, en aras de unas gentes que dejaron un legado para uso y consumo de toda una Civilización. Hoy tengo que referirme a una estupidez supina que acabo de metabolizar en este tiempo de tragaderas sin cuento. Hoy, señores que me leen, tengo que hablarles de los números romanos.
Según he oído, y acaso leído, algunas mentes paleolíticas que nos gobiernan, presumiblemente del corte izquierdoso que padecemos, en los planes de estudio que se avecinan van a guillotinar el uso de semejante numeración. Sospecho que es un asesinato más, libre de costas, que irá a parar a las mesas de nuestros jurisconsultos para las calendas graecas que les caracteriza. Porque, se quiera o no, contar a la romana forma parte del Latín, una asignatura que no sirve para mucho pero tiene la virtud de ser la madre de todas las batallas. Bien sabemos, al menos yo no lo sé, que no es posible multiplicar ni dividir la M por la L ni la X por la V, pero esa es la anécdota. La categoría me indica que el uso ponderado de los signos romanos marca nuestros hitos más decorosos, los siglos, y, por ende, desde que los estudiosos fijaron la nueva era, que se hace coincidir con el nacimiento en una cuadra de Jesucristo. Cuando me aterré al saber la noticia, ya es un temor fundado, pensé que era el primer paso para erradicar de nuestro fondo cultural idiomas en desuso, como el latín y el griego antiguo, pero tengo la suerte de equivocarme en estas presunciones: lo más grave será que después vendrá la división blindada y arrasará con todo. Entonces ya no habrá remedio, pues los pocos que todavía recuerden cómo se escribe el siglo ya habrán emigrado a países donde se celebren foros de culturas muertas.
Pero debemos ser cautos. Roma cayó por causa del empuje de los bárbaros y Europa renació al aire de unas gentes que lo asolaban todo, pero respetaban la lengua, y con ella las costumbres. Puedo pensar que las nuevas hordas caucasianas lleguen con perspectivas menos demoledoras y tengamos la fiesta razonablemente en paz. ¿La fiesta? Bueno, sí, ya han dado indicios de su perversa sumisión a los bichos endilgándonos una epidemia de muerte. La invasión está en curso. La gente se divierte en las playas y las calles sin el menor recato mientras los cerebros occidentales llenan los noticiarios con imágenes destructivas, como incendios, subidas de los mares, caídas de los hielos y facturas de energía eléctrica que queman con solo tenerlas en los dedos. Y todo esto ¿por qué? Porque estamos en el siglo XIX. El que antecederá al XXII. El que se sucederá ordenadamente hasta la consumación de los tiempos.
N.R. Una de las consecuencias de todo esto es que ocurra como cuando el GPS del coche nos dijo en una ocasión que, en lugar de que la siguiente desviación era a «Pío doce», era a «Pío XII», pronunciado así, con equis e íes latinas.