Las macetas de doña Marta
15/07.- Cuando alguna vez los hijos le preguntaron por qué se ocupaba de las flores a tan altas horas, ella respondía que solo hacía lo mejor para darle a los geranios el trato que necesitaban.
Allá por los años cincuenta del pasado siglo, cuando Torremolinos todavía era una barriada de Málaga, en buena parte un caserío de pescadores, tuvo lugar una historia que voy a contar a ustedes, por aquello de que la picaresca nacional no se agotó con los clásicos, sino, al contrario, tuvo émulos que alcanzan a nuestros días.
Según me han contado, había una vecina del lugar, mujer casi analfabeta, pero con instinto, que había enviudado del que fuera su esposo, un marinero de casta, según decía, dejándola con su pena, una casita de notable fachada al borde de la playa, espaciada como otras a lo largo del litoral, y tres hijos varones, los cuales, según deseos del extinto, deberían seguir sus pasos en las tareas de la mar.
Esta buena mujer tenía nombre, claro está, pero nosotros la vamos a rebautizar como doña Marta, para identificarla, y dicen las malas lenguas que una cosa era que el muerto se pudriera para siempre en el hoyo y otra el bollo que los vivos se agenciaran para seguir toreando a la vida, que entonces no les era especialmente propicia, pues a los chicos, ya mozuelos, les gustaba más el pescado puesto en un plato, bien guisado, que coleando en la maraña de redes donde llegaban, por obra y arte de los buenos salitreros de aquella aldea legendaria.
Eran los tiempos que, en otras alturas, quiero decir despachos, se ventilaba el futuro de la zona, que de la mano de una señora apellidada Alessandri, y otros de su gama, iban a darle una fisonomía prometedora a la carretera, y aledaños, que recorría la parte sur de la península, tramo coincidente con la provincia de Málaga, que de este modo se elevaba a capital del invento. Así, el brazo que iba hacia el oriente, hasta Nerja, y el del otro lado a occidente, hasta Estepona, serían llamados, quiero decir en conjunto, la Costa del Sol.
En la parte que se dirigía a la izquierda, que hasta esos años era un tupido bosque de pinares que daba gloria verlo, se encontraba doña Marta, en su «casitamata» de la playa, dubitosa con el quehacer del futuro de sus hijos. El caso es que no podía dormir, pensando y repensando. Y como de tanto pensar se reblandecen los sesos, urdió un plan. Consistió en saltar de la cama cuando llegaba el conticinio de cada noche y salir a la puerta de la vivienda, donde la brisa entusiasmada le azotaba el rostro, y formar con las cuatro macetas que tenía un cuadrilátero a modo de porche, más o menos de la anchura de la casa, operación que repetía una vez y otra, calculándola para que, poco a poco, el rectángulo fuera agrandándose una cuarta cada día.
Cuando alguna vez los hijos le preguntaron por qué se ocupaba de las flores a tan altas horas, ella respondía que solo hacía lo mejor para darle a los geranios el trato que necesitaban. Lo cierto fue que, así, una cuarta diaria a un lado una cuarta también al otro, hacia los sesenta, cuando la Costa del Sol ya figuraba en todas las ofertas turísticas del mundo, la parcela de doña Marta ya alcanzaba el espacio suficiente para, con unas cañas por aquí y otras por allá, transformarla en chiringuito y ofrecer a los visitantes, que ya iban siendo de notar, algunos ricos platos malagueños, entre ellos los espetos de sardinas.
Con los nuevos tiempos, las casas separadas se fueron juntando y hoy, miren ustedes cómo, en la cancha de arena de antaño luce uno de los mejores restaurantes del lugar, que, por cierto, ya no es barriada de Málaga sino municipio independiente. Así, fue, poco a poco, de la manera silenciosa y tenaz, de una mujer que padecía insomnio, cómo salvó a sus hijos de los embates de las olas.
Recordando esta historia me vienen a la memoria ¡tantas otras! Yo sé, también, la de un tal que habiendo sido tentado por los dados para que diera pasos en la noche, pues también padecía el mal del insomnio, fue urdiendo un plan para quitar a sus hijos, sus hijos bienamados, de la estupidez de trabajar. Para ello se confabuló con otro, que cuando habla por televisión parece que está evacuando sus heces, y entre los dos organizaron una banda que no hay por donde cogerla, porque son tiestos de barro que carecen de asas y en vez de contener plantas de vivos colores dan cobijo a unos cactus peligrosos, pues pinchan y hacen pupa.
Doña Marta, al fin y al cabo, era la pícara jardinera, pero otros ¿qué son sino seres fantasmales que navegan por las playas cuando caen las sombras, quién sabe si para darle una cuartita más a su «poco a poco», con la mirada puesta en un floreciente tinglado donde servirán bebidas y comidas para reventar? ¿Quién sabe eso?
Tal vez santa Marta, que estará en el cielo. La que dicen que es patrona de los hospederos y de los restauradores. Por eso la he llamado así. Porque era una pícara, blasón de nuestra literatura.