Máscaras
30/10.- Ha bastado la llegada de un virus, maldita realidad, para que el mundo tiemble. No voy a entrar en si es o no acertado o conveniente el uso de un trozo de tela para combatirlo...
Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa.
Es posible que fueran los de Altamira, o cualesquiera otros moradores de las infinitas cavernas diseminadas por el planeta, los que se atrevieron a expresar sus pensamientos, y hasta emociones, en los techos y paredes de sus habitaciones pétreas. De esto hace ya mucho tiempo. Después, con el correr de los siglos, gente sabia y tal vez motivada, llamaría a estas manifestaciones Arte y bajo este titular han llegado hasta nosotros. Llegarían después culturas que elevarían las primitivas muestras al más sofisticado territorio en el que se nos invitaba a aceptar que la Idea, simple como su propia naturaleza, era susceptible de convertirse en Concepto. En este esquema se aposentaba una manera de entender la vida que llamamos occidental. Pensamos que esa es la nuestra. Quiero decir la de una parte del mundo que la siente como tal, con sus defectos y aciertos.
Pues bien, en esta sensibilidad dotamos a aquellas manifestaciones de contenido. Su culminación aparece en Grecia, justamente cuando unos hombres y mujeres determinan que su real sentido ha de sustentarse en la Verdad tal y como se nos presenta, sin tapujos. O sea, el arte en su prístina pureza. Es entonces cuando nace la Estética, informada de sus valores esenciales: autenticidad, simplicidad, belleza, armonía, etcétera. Ahí están esas estatuas, esos vasos, esos olímpicos atletas. Esa es la desnudez primordial del hacer humano, que hoy podemos contemplar y, en cierto sentido, guía nuestro pensamiento.
Aquellos áticos, que por derivación cultivaron un proceder político que hemos dado en llamar democracia, tan realistas en el tratamiento estético de la creación, que sentían esa necesidad sin dar pábulo a la contaminación, cometieron el grave error de usar la máscara. Aquellos griegos no fueron capaces de dar a la palabra el mismo tratamiento que daban al mármol o los pigmentos. Inventores, también, del teatro, cayeron en la tentación de utilizar el disfraz facial para parecer lo que no eran, y bien se comprende que aludo a los actores varones que actuaban papeles de mujeres.
Es decir, ellos fueron también, los que introdujeron la máscara en el entramado de Occidente. Puede entenderse si tenemos en cuenta que su expresión artística iba dirigida contra el Estado, pero es lo cierto que para el devenir de la Estética significaba un golpe bajo, como así habría de perdurar durante siglos. Pero no es mi intención navegar por estos mares. Vuelvo a nuestros días, que también va de máscaras.
Porque lo nuclear en nuestro tiempo es la incontenible pasión que sienten algunos para dejar de ser lo que son; es decir, para enmascararse. Pocos son los que se resisten a caer en esa trampa –cuando escribo en masculino no hago más que utilizar correctamente nuestra lengua, ténganlo en cuenta las damas– y optan por aparecer en escena como lo que no son, embozándose. Desde altos lugares se han movido hilos para llevar al Hombre a usar la máscara perversa que, a fin de cuentas, lo envenena y anula. Yo pensaba, de antaño, que desde cualquier condición se debía esperar que la mujer fuese, sencillamente, femenina y, a la recíproca, que el hombre fuera varonil, pero observo, y con pesadumbre, que ellas quieren ser feministas y ellos machos alfa, como se dice ahora, la triste forma de acudir al alfabeto de referencia para denominar al tío hecho y derecho. El mundo al revés.
Se trabaja en pro de la destrucción, y ahí aparecen esos tatuajes infames, esos colgajos metálicos que tanto gustan a los jóvenes, esos cortes de pelo encrestados. La lista es larga pero no voy por ahí en este artículo. Baste con resumir. Sin du-da, todo cambia. Los gustos y las modas, las costumbres. Pe-ro conviene no olvidar que, en el campo de la estética, que también cambia, se conservan valores de importancia tales que alterarlos puede traer impensables consecuencias, por desgracia negativas.
Y aquí entro en el meollo de la cuestión, la máscara. Ha bastado la llegada de un virus, maldita realidad, para que el mundo tiemble. No voy a entrar en si es o no acertado o conveniente el uso de un trozo de tela para combatirlo. Ni siquiera en los soterrados intereses que mueven a los políticos a poner el acento en su utilización. Ni en otros muchos aspectos, algunos evidentemente espurios. No, nada de eso. Solo fijaré la atención en la desgraciada naturaleza de la medida, que ha quebrado, me temo que por mucho tiempo, el sentido que teníamos de la Estética, se quiera no de todo punto trascendental para nuestra identificación como cultura. Pasear hoy por nuestras ciudades es mutilar nuestra facultad de contempladores de la Verdad, la Belleza, de la Realidad.
Hasta ayer fijábamos la mirada en el rostro de las personas, que, según teníamos entendido era el espejo del alma; desde hoy lo hemos reducido a los ojos. Andar entre la gente, cuando el Estado lo permite, es caminar por un cementerio de fantasmales alientos, donde nadie es reconocible por la bondad de su faz, aunque sea la de un adefesio. Había una desnudez intrínseca en el gesto, que ha quedado tocada del ala y ya no puede surcar los aires infinitos. La perversión que desde los oscuros despachos se dispone a una sociedad, se quiera a no ansiosa de autenticidad, ha acabado, esperamos que momentáneamente, con la alegría del vivir desnudos, la que encerraban aquellos tipos helénicos tallados a cincel sobre la piedra perenne. Si, la mascarilla, pueril remedo de la máscara, nos ha sumido en la miseria.
Con esta tela ridícula convivimos cada día, y así lo manda el Estado. Claro está que, aunque lo pretendiera, hemos de desobedecerle. Por ejemplo, para expresar, como en Altamira, que vamos a la caza del bisonte, entre otras menudencias.
Por ejemplo, besar a las personas que queremos.