La matanza de San Valentín
Ayer, quiero decir hace unos días, el que otrora fuera condado y hoy región española Cataluña, ha celebrado por todo lo alto el día del amor, mejor conocido por Día de los Enamorados, instituido como tal por el gran comercio internacional, cliente fijo del IBEX, y por el pequeño, a rastras, ya hace muchos años, incluido el nefasto 1929, cuando gente de la casta saltó por las ventanas de los rascacielos y en un sótano siniestro de Chicago los esbirros de Al Capone asesinaban a tiros a otros de su cuerda, según cuentan. Fue episodio que conmovió al mundo, pero revitalizó los escaparates y aligeró los bolsillos. Pocos de los que hoy vivimos estaban allí para contarlo pero la historia lo ha registrado como la matanza de San Valentín.
Tras el suceso, los pensantes de todos los partidos han analizado por qué los resultados han sido los que han sido. ¿Para que no se vuelvan a repetir los adversos o para fortalecer los obtenidos, según les haya ido? Mentira. Forma parte del juego, encaminado al territorio del tú que me das para saber qué te voy a dar yo. Cuando el tiempo previsto se agote, sacarán de la chistera el conejo de la farsa, que ya imaginamos su facha: será la hora del dominio sacrosanto del voto, que tocado por la varita mágica del hada protectora lo convertirá, de mecanismo para señalar mayorías y minorías, en dogma de fe, capaz de determinar qué es lo verdadero y qué lo falso, y así saber qué es la Verdad y qué la Mentira en la vida de las personas y los pueblos. En este caso de los catalanes.
Según este diabólico esquema, que en las democracias se tiene por panacea curativa de todos los males, la verdad de Cataluña es, hoy, según los votos, que las fuerzas que se presentaban con su mantón de plástico de Manila, su máscara, sus gafas esterilizadas, sus pantallas/barreras, sus botes con líquido desinfectante y demás zarandajas lo hacían polarizadas en dos grandes bloques, el de las izquierdas y el de las derechas. Por razones que no son de detallar, entre las primeras estaban los separatistas, fuera cual fuere su filiación política, algunos de cuyos líderes están presos en la cárcel, por haber dado un golpe de estado, o huyeron de la Justicia. Pues bien, con estos mimbres el voto episcopal garantiza que han ganado esta partida los primeros, nada menos que 115 a 20. Goleada.
El pueblo español restante, asombrado en su sofá, no acertaba a entender lo que estaba pasando, desde luego entre sorbo y sorbo de lubricante. Se preguntaba cómo es eso. Se preguntaba cómo es posible que a los tres declarados partidarios de la independencia se les pudiera unir un cuarto, un partido que para desgracia universal ha sido declarado genocida por instancias cualificadas, que responde al ideario comunista, y que para vergüenza nuestra está instalado en las alturas, cosa que no ocurría desde la guerra civil, y un quinto, a la sazón encaramado en la cima con la sola finalidad de liquidar el concierto establecido entre los españoles en 1978 para enterrar definitivamente el fantasma que nos aquejaba. Estos cinco, que no son la pandilla de nuestras lecturas juveniles, se han confabulado ante las urnas para cantar lo de, precisamente, Fórmula V que decían: «de la fiesta de Blas, todo el mundo salía, con unas cuantas copas de más». ¡Y bien que han salido borrachos! Para algunos han sido los días de vinos y rosas de estas complicadas jornadas de febrero.
Pero es la voz del pueblo, expresada en el voto, y esa es oficialmente la Verdad.
Ciento quince aplastan a veinte, eso es así. Por más que los catedráticos de la «Secta» quieran explicar las claves de lo ocurrido, ha sido una matanza en toda regla. A nosotros, los televidentes, ya no pueden engañarnos. No vale aquello de que las votaciones han transcurrido con normalidad. No cuela echarle la culpa al empedrado. Ahora, al cabo, comprobamos lo que temíamos: que esta es la España que tenemos. La que nos van achicando, poco a poco, los que detentan la gobernación. Esta es la pinta que está teniendo un país que nunca pensó en recibir un castigo semejante. Pero...
No son estos los soberanos de España, somos nosotros. Urge levantarse del sofá y salir a las calles a demostrar quienes mandan. No solo hay que manifestarse, hay que dar un grito de autoridad que asuste, que haga temer a los corsarios que la tripulación de la nave se ha levantado a defender la Verdad. Porque, entre otras razones, la Mentira no prevalece. Aunque lo digan las urnas.