Una piedra en el camino
Hay piedras en el campo, en los montes y los valles, en los desiertos y las selvas. Las hay esparcidas y acechantes, de todas clases. Hay piedras preciosas, como el celeste de tus ojos, del verde color de la Esmeralda de Quasimodo o el zafiro profundo de un cielo estrellado. Están en los ríos o los monasterios, que así se quieren llamar. Hay piedras para afilar, pómez, angulares y claves para los arcos. Las hay pequeñitas, como en las lentejas o grandotas, como en Gibraltar, que ya no es minúscula sino un peñón lleno de monos, que nos robaron los ingleses hace un montón de años. Hay piedras en los frisos antiguos, como en la casa de Correos de Ciudad Rodrigo, donde se lee que «Después de Dios, antes que sol fuera Sol y los peñascos peñascos, los Quirós eran Quirós y los Velasco Velasco». En fin, hay piedras en el riñón, que son las que más duelen.
Pero existen otras que son sublimes. Dijo Jesús a su discípulo: «A ti, Pedro, que eres piedra, te elijo para edificar mi Iglesia, que durará hasta el fin de los tiempos». Más o menos, pues hablo de memoria, estas fueron sus palabras, y así, cargando sobre sus hombros tan hermoso encargo el tosco pescador plantó sus sandalias en la senda en cumplimiento del mandato. Él, que apenas se instruyó, él que negó tres veces al Maestro en una noche triste, él que solo sabía que obedecer, puso manos a la gigantesca obra encomendada, que ya cumplió dos mil años, hasta su martirio.
Sin embargo, hubo otras ofertas, lacayas de una obcecación. Pues díjole el pueblo, aquel que vegetaba en el butacón de un país ahíto de mentiras, a aquel hombre: «A usted, que es rocoso como el pedernal, por la gracia que me confirieron los recovecos legales, quiero decir por la fuerza de los votos, otorgo la facultad de asaltar el poder y llegar a lo más alto, que es gobernar esta Nación, para lo cual le dotaré de las herramientas necesarias».
De esta forma, con este bagaje, el iluminado Pedro fue alzado ante una multitud que no daba crédito a lo que estaba viendo. Él, que era casi analfabeto, que lucía tesis jamás escritas, que nunca negó tres veces sino mintió trescientas, que acariciaba con sus asilvestrados dedos los goces y las sombras, se buscó los amigos que necesitaba, interpretando que eran los arreos e instrumentos, y ofreció al somnoliento ciudadano por televisión el abrazo más denigrante de que en este país se tiene noticia, pues no fue el de Vergara sino el de la Vergüenza, de tal manera que hizo sentar en su pequeña banda al breve pero codicioso encantador de serpientes, rojo, marxista y comunista caballero de la cola de caballo, y quién sabe si también pezuñas.
Con tan precaria fuerza, el tal Pedro urdió un plan que ya tenía esbozado y que ahora, con otros a remolque, se proponía rematar. Y digo rematar con intención, pues no se trataba sino de asesinar la esencia de una España hasta entonces nacida para entretener sus libertades.
A este drama, porque lo es, asistieron como invitados de honor la caterva de seres que quieren separarse del resto de españoles, para lo cual, torpemente, pero con respiración asistida, ya han dado los primeros pasos. Unidos a la cuadrilla anterior, prietas las filas, laboran en pro del desastre, que podemos llamar descuartizamiento con alevosía, y presumen de ello. Han abonado una tierra que es fértil, pero esconde en sus surcos su fuerza creadora, tal vez esperando que caiga la lluvia torrencial que haga germinar las semillas patrias. Eso lo saben, y aunque detestan dirigirse a los santos del día para pedirles que las borrascas pasen de largo, con el rabillo de ojo todas las mañanas escudriñan el horizonte, a ver por dónde. Unos militares jubilados, me dicen que quinientos, han abierto la boca para decir, con términos en desuso, que ya está bien. Pero nadie les ha hecho caso. Al fin y al cabo, la edad hace estragos.
Pero volviendo a la función que se nos ofrece, ahí tenemos a los dos del cartel, el que figura y el que manda. Un día, me dije, pensé, «nada, esta es una maniobra del tal Pedro, tener a mano, o sea a la vista, al juguete Pablo, para poder quemarlo, hasta deshacerse de él en el momento oportuno», pero me equivoqué. No eran Los Picapiedra, precisamente, sino guijarros desprendidos de una carga de filibusteros a la caza del botín, cual es la liquidación anunciada. Todos los días se aprende algo.
Prefiero, ahora que ya está claro, las piedras que ruedan, las que lavadas por la corriente del río, que se encuentran a cada paso diseminadas por este camino doloroso. Lo decía el cantante don Vicente Fernández, y llevaba razón