La quinta glaciación.
Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa.
Ha nevado en la España interior. Copiosa y crudamente. Por lo general, cuando la Naturaleza se manifiesta en todo su esplendor produce en nuestro espíritu una sensación de pequeñez que es difícil de evitar, pero cuando lo hace en forma de maná abundoso, cuando es la nata que nace en los cielos la que se derrama sobre nuestras cabezas, nos proporciona un estremecimiento acorde con su magnificencia que nos permite entrever como un cósmico mensaje, íntimo y breve, adherido a los invasores copos.
Esta vez ha sido así. La nevada ha ejercido en los corazones efectos tan grandiosos que la población ha quedado anonadada. Es la poesía mística en tiempos de tribulaciones.
Como era de prever, les ha faltado tiempo a los periodistas para llevar el asunto al mercado de las vanidades de que se alimentan. La han llamado «la nevada del siglo» y los más osados, ya con sus plumas y sus cámaras ya desde sus despachos, estos a temperaturas sosegadas, argumentan que esta ha sido la prueba que esperaban para hacer valer que el cambio climático que con tanta efusión airean ya ha llegado. Poco les ha faltado para añadir que se acaba el Holoceno, período de tiempo que los entendidos han concertado en llamar al que vivimos, supuestamente intermedio entre la cuarta glaciación y la que está por llegar, que será la quinta.
Un bulo más, comida para crédulos, afirmación carente de todo sustento científico, que, por supuesto no llegaremos a ver nosotros ni, presumiblemente, las generaciones venideras, al menos hasta que haya desaparecido de la memoria colectiva este desaguisado potaje que vive el mundo en la actualidad.
Lo que pasa es que hemos inaugurado el invierno con sus mejores galas, que son blancas como la piel del armiño. Llevábamos mucho tiempo preparándonos para recibir los fríos de la vida, que son duros, pero he aquí que, aun estando avisados, nuestro aliento se ha desplomado. De nuestras bocas sale el vaho congelado, que detiene un trozo de tela que ha roto nuestras faces otrora claras y distintas. Hemos guardado en el armario la sonrisa, la que nos caracterizaba, la que nos distinguía de los brutos, hemos mancillado la estética de un rostro sano y oval, aunque estuviera curtido por los años. Hemos recluido en la soledad del hielo nuestras más humanas expresiones y algunos nos preguntamos: todo esto ¿por qué, para qué?
Tal vez porque un Zeus encorajinado ha decidido en su trono pagano castigarnos con sus iras y nos ha sumido en un bajo cero insoportable. Porque, mal que bien, sobrellevábamos con relativa mansedumbre que la carne y el pescado se conservaran en la nevera, pero no tanto que se nos colase de rondón temperaturas de hasta menos setenta grados. No parece sino que nos obligan a bajar a los infiernos para recoger unos problemáticos escudos. Sí, el frío se ha adueñado de nuestra convivencia, se ha erigido en guardia del tráfico en unas ciudades que pasito a pasito se van quedando sin alma.
Tal vez la nevada meseteña, que ha respetado las costas del Este y del Sur, debiera encuadrarse en lo más cálido que tenemos para celebrar la Epifanía del Señor.
Porque el frío, el verdadero bajo cero que nos invade, no proviene de las alturas atmosféricas sino de las políticas cotidianas que nos acechan. El helor de nuestros corazones se manifiesta cada día, cada hora, cada minuto que empleamos en contemplar el termómetro que mide el mezquino y miserable quehacer de las personas que nos gobiernan, que han asumido el ideario comunista como cédula o salvoconducto para navegar por estos mares.
Porque, observando, basta poca imaginación para entrever que nuestros gobernantes conducen esta nave por un océano inmenso, ignorando que está plagado de témpanos de hielo, los que ellos han diseminado con sus actos, y que estando en el silencio de una noche de primavera se dirigen hacia uno de ellos, que llaman iceberg, con riesgo inminente de colisión.
Es lo que le pasó al «Titanic», y es lo que no podrán evitar los extraños seres que se dirigen al país de la abundancia. Antes, al contrario, originarán la tragedia y morirán cientos de pasajeros, que en la triste práctica marinera serán varones.
Lo que algunos nos preguntamos es si el capitán y su principal contramaestre, a la vista de la situación, tendrán la gallardía de permanecer en cubierta hasta el último momento, e irse a pique con ella al fondo del Atlántico, o permanecerán oyendo tocar a los músicos su quijotesca melodía de muerte.