Reloj, no marques las horas
Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa.
Dentro de pocas semanas el maestro que cuida del mantenimiento del patrón de los relojes de España, el de la Puerta del Sol que este año estará vacía el día treinta y uno, mostrará sus cualidades desde lo alto de la torre –a lo mejor hoy este quehacer queda reducido al manejo de un ordenador en una lejana habitación o despacho– y el país sabrá, porque tiene que saberlo, que está pasando de un tiempo a otro en un instante.
Oirá los alegres sones de una fiesta añeja e inveterada, que, para más de una persona, para muchas, significará un hito importante. No nos causará extrañeza conocer a quienes, viéndose en el umbral del Año Nuevo, como el reptil que se despoja de la piel ya machacada, abriguen infinitos deseos, que serán proyectos y posibilidades.
En rigor, esa es la función de esos mecanismos, desde que se inventaron con la sola observación de los astros, señalar, marcar. La del artefacto de nuestra Puerta del Sol, depuración mecánica y rigurosa de algo tan fútil como el simple pasar, cuenta con su artesano en la sombra, que se gana el pan todos los días engrasándolo y una vez al año haciéndole cantar ante una multitud enfervorizada.
Aunque últimamente se han limitado las entradas a la plaza, para mejor guardar las distancias, pasemos por alto esta estupidez. Porque así es la vida; quiero decir, esta porción minúscula de vida que se nos ofrece para ir tirando. No seamos crueles; a pesar de todo la gente tiene que soñar.
Pero, da pena decirlo, este año va a ser distinto. Al menos se van a considerar oscuras intenciones. Un endemoniado diablo cojuelo se entretiene en vagar sobre los tejados de las casas, no digamos solo las de Madrid, y va tomando presas aquí y allá para esparcimiento de los malos espíritus. Eso lo desluce todo, aunque sea verdad que esté sacando a la luz la miseria moral, y de todo tipo, que permanecía oculta bajo cobertores de flores.
No, no estaba España tan bien pertrechada de recursos como se nos hacía creer. No era nuestra Sanidad la mejor de Europa, y a veces del mundo. No teníamos a los mejores especialistas sino a los mediocres ejercitando papeles que no entendían. Se amontonaban, y siguen haciéndolo, las medidas de prueba, los ensayos, los experimentos orientados a un ver qué pasa, mientras la gente se muere. No somos pocos los que estamos hastiados de oír a los comentaristas y los sujetos de las televisiones hablando de lo mismo, repitiéndose absurdamente.
El 2020, bisiesto, aciago donde los haya habido, ha dejado para la historia una rodada macabra que nadie sabe atajar. La noche de san Silvestre, empero, está a la vuelta de la esquina. El relojero mayor lo sabe y hará su trabajo. El Gobierno le dirá hasta donde habrán de llegar sus iniciativas y dónde está el libro con sus limitaciones.
Por ejemplo, dadas las circunstancias, es posible que elimine los cuartos, lo cual aliviará el embotellamiento en la carretera que va de la boca al estómago, para pasmo de los vendedores de uvas. Pero él cumplirá, como la costumbre tiene mandado y la responsabilidad obliga. El inolvidable Trío Los Panchos, una vez más no será atendido.
Pero el problema es, incluso, mucho más sutil, más antiguo, más enraizado en nuestro ser occidental. Tenían una tradición respetable los relojeros, quiero decir los artesanos relojeros. Gozaban del aprecio de una sociedad demasiado bullente que, como valor añadido, no sabía dar un paso sin consultar la esfera y ver en qué posición estaban las agujas. Pero hoy están de capa caída.
Ellos, por supuesto, pero incluso las saetas, que han sido remplazadas por números. Dígitos, dicen algunos. En el fluir de las cosas, el todo cambia heraclitiano, otro sibilino virus se les coló entre las herramientas de precisión que manejaban, algunos con ejemplar predilección y pericia. Lo sé, de buena tinta: un hermano mío, que se llevó un infarto, era del gremio. Pegado a su lupa, o mejor dicho con su lupa acoplada a la cuenca del ojo, reparaba los pequeños contadores del tiempo, y era feliz, aparte de laborar y pagar impuestos.
Pero un día, una vez, sintió en sus costillas el aguijón del progreso, que no era ni bueno ni malo sino solo un pinchazo, aun-que lo suficientemente fuerte para destruir su plato de lentejas. Desde entonces ya no reparaba, se limitaba a reponer, a intercambiar. Un adminículo con nombre de ¡pila! fue el culpable. Los clientes, aquellos que le tenían a su «peluco» cierto cariño, optaron por aceptarlo, pues además les salía más barato.
Hasta que un día la industria china, y otra de la misma religión, inventaron la pieza completa por 3, 4 o 5 euros, incluida la correa de cuero. Entonces la gente se acostumbró a comprar un reloj nuevo, que era, además, una operación instantánea. Sí, los relojeros fueron las víctimas escogidas de esta epidemia llamada Avance de la Técnica.
No quiero entrar en polémica. Tampoco cerrar ojos y oídos a todo lo que signifique progreso. Pero estimo que había un silencioso placer en aquella costumbre cotidiana de dar cuerda el reloj, me refiero al de pulsera. No solo porque se ejercitaban los músculos de los dedos, es decir esos musculitos aparentemente ridículos, pero tanto como indispensables, sino porque se tenía la sensación de ser dueño del tiempo. Era, pienso, como si al girar la corona tomáramos en propiedad exclusiva las horas que teníamos por delante, las dotábamos de vida, las mimábamos y las elevábamos a pulsión esencial.
Entre las contadas manipulaciones que producen íntima satisfacción estaba esa. Pero todo aquello acabó. Hoy, ni siquiera las fortunas más significadas, usuarias de los Rolex y otras marcas, prescinden de las pilas. Han entrado sin protestar en la pandemia generacional que está barriendo el mundo. Es una lástima, porque así se está perdiendo, poco a poco, ese sabor a humano que tanto nos costó incorporar a un sistema de vida que nos servía e identificaba.
Y nos sigue sirviendo e identificando, a algunos. Poca gente cae en la cuenta que el reloj, el gran reloj de la Puerta del Sol, está en la vertical insobornable del kilómetro 0, lugar donde más de una vez esperamos a alguien, entonces rodeados de un archipiélago de colillas, otro signo de una época pasada. Es decir, no sé de otro lugar en España donde confluyan mejor el espacio y el tiempo, la síntesis primordial que hizo posible el Bien universal.
Las dos fuerzas que, membradas por la Energía, se expandieron e hicieron posible el Universo. Pues bien, esa es la función, humilde, desde luego, que el relojero mayor va a protagonizar dentro de poco, a una hora precisa, lo quiera o no el eximio Orson Welles.