Tambores lejanos
7/FEB.- A la guerra hay que combatirla como se combate a ese invisible microbio que se ha mostrado beligerante. El «No a la guerra» de los comunistas españoles suena a risa porque para estos vociferantes señores es una cataplasma que se preparan para cuando lleguen los malos tiempos, para ellos, que llegarán.
Yo no sé si Rusia y Ucrania entrarán en guerra. Presumiblemente no. En estas cuestiones de la geopolítica hay intereses no confesables que ni siquiera están a tiro de los periodistas más avezados por lo que suena a intromisión emitir un juicio fiable. Conjeturas sí que se pueden hacer, pongamos por caso el indudable valor estratégico que posee Ucrania en la zona, que los rusos ven con recelo. Si a esto se le unen otros movimientos «colaterales» de países neutrales, pero no tanto, es evidente que la tensión sube de grados. Pero insisto, no llegarán a las armas. Rusia sabe perfectamente que en el mundo ya no son ellos y los otros, uno a cada lado del Atlántico, los que mandan; ahora, por el momento son tres, y es de imaginar que para la segunda mitad del siglo sean cuatro. En fin, trabajo para los politólogos de nómina, sobre todo los magníficos ejemplares de que se rodean algunas cadenas en sus comunicados de rigor.
Pero no iban mis intenciones por estas sendas. Quiero destacar lo pronto, lo prontísimo que se han alineado en defensa de «lo que es justo» las fuerzas de izquierda españolas para redactar lo que suena a ocasión para tomar posiciones respecto al posible conflicto. Por lo que se sabe, los adalides de la libertad que son los flecos marxistas de antaño, más los asimilados, donde se cuelan enemigos de España, no solo vascos y catalanes, sino otros epígonos desperdigados por la geografía nacional, en especial las costeras del Este, han firmado unos documentos donde una frase ha recobrado una cierta cantilena no por conocida menos equívoca. Me refiero al «no a la guerra».
Los rojos marxistas comunistas y neos, fósiles a rescatar a poco que los votos se dejen llevar por la persona más «lista» del grupo, la que mejor viste en el mundo, ha reclutado una división de fraternales para colocarse a la cabeza de la manifestación donde poder representar mejor que nadie su papel del «pacifistas», y estoy pensando que a lo mejor me dejo atrás el del Teruel. Pues bien, este conglomerado ha fichado por las teles afines con el fin de que se oiga que, aunque forman parte de un Gobierno que ha de mantener sus compromisos internacionales, que ya ha enviado una fragata al lugar, ellos no están de acuerdo, pues lo suyo, lo que genéticamente es suyo, lo que mamaron de las ubres de madres que representaban la lucha de clases, lo que por mucho que quieran no pueden apartarse de la piel que les cubre, es lo contrario. Sencilla y llanamente lo contrario.
Los rojos necesitan airear el «No a la guerra» para que las gentes, las gentes de bien, se acuerden de ellos cuando al otro día, muy de mañana, salgan a las calles gritando «Sí a la paz». Es una operación consentida y estudiada desde los primeros tiempos y ya cuesta creer que a estas alturas haya alguien que lo crea.
Y diré por qué. Porque desde que la Humanidad es Humanidad se ha insistido en que la guerra es lo contrario de la paz. Incluso el santón Tolstoi cayó en la trampa. Pero no es así. La Paz es el estadio natural al que vamos a caer las personas con la soberana intención de construir una vida personal, dentro de la cual se admiten controversias de todos los colores, pero susceptibles de ser resueltas por las vías civilizadas de todos conocido. La Paz es mi tierra, nuestra tierra, nuestro Ser; la guerra es el virus que la empobrece. Cuando esta aparece, no olvidemos que es un maldito corcel, allá acuden los acérrimos a ofrecerle el altar mayor de una ideología que olvida, así se vio en España hace casi un siglo, que fueron ellos los que la trajeron, y por circunstancias que no vienen al caso han sabido hacer creer a la gente de buena fe que fueron ellos los que la padecieron. Pero esa es la cara negra de la historia.
La guerra es la enfermedad de la paz. A la guerra hay que combatirla como se combate a ese invisible microbio que se ha mostrado beligerante. El «No a la guerra» de los comunistas españoles suena a risa porque para estos vociferantes señores, salvo excepciones, es una cataplasma que se preparan para cuando lleguen los malos tiempos, para ellos, que llegarán. Entonces, cuando tengan a mano el mar inmenso, cuando sean náufragos y no pase por su lado ningún carguero que los salve, recordarán aquella otra vieja cinta de Bronson y Ladd, de los años cincuenta, que da cuenta de una historia donde se habla de tambores de guerra. Pero entonces, como ahora, estaban lejanos. Porque el repique sobre el pellejo produce erisipela en algunos políticos del momento.
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