Vidas de payasos ilustres
Cierto día, hace años, merodeando los mercadillos que hay en mi ciudad y sus alrededores, vi revuelto en una balumba de objetos un librito que llamó mi atención. Lo ojeé y como el precio era de risa lo compré. Luego, ya en casa, lo leí, al principio con prevención, después con el ánimo crítico. Por último, lo guardé y todavía lo tengo, ciertamente como una pequeña joya de los años cincuenta del siglo pasado. Para que tengan ustedes somera idea de su contenido (no es necesario que miren en Internet) sepan que esboza algunas semblanzas de personajes históricos que no son de la cuerda del autor, a los que aplica un baremo político-moral que hoy por hoy habría que revisar. Yo lo he hecho. Por eso puedo escribir este artículo sin apasionamiento.
El autor fue, y sigue siendo, don Ignacio Braulio Anzoátegui. Nació en la Argentina en 1905 y murió en su país casi ochenta años más tarde. Los libros dicen que fue un fanático nacionalista, cristiano sincero y amigo de España. No entraré en esas sus predilecciones. Escribo estas líneas para comentar su libro, por otra parte, tarea que ya han hecho otros. La cuestión es que no parecen muy válidos sus argumentos para tildar de payasos a personajes históricos que nunca conoció, entre otras cosas porque los payasos son gente respetable, epónimos del saber reír bajo su habitual máscara. Pero en segundo lugar porque tachar descarnadamente a figuras como Sócrates, nuestro Carlos III o Tolstoi, entre otros, carece de sentido. Mejor dicho, demuestra su monolítica aversión a todo lo que huela a compromiso comunistoide, quiero decir derivaciones estéticas de corte izquierdista. Un modo de entender la vida que la España de los años de posguerra bendijo hasta con las orejas.
Hoy, se puede decir, todavía, que el comunismo es una práctica política con raíces filosóficas de traza criminal. En España, por ejemplo, tenemos a unos cuantos de sus representantes metidos en el Gobierno, precisamente cuyo jefe es el que detenta el poder político al uso, cosa que no solo no ocurría desde la guerra civil de 1936 sino que es novedad de presente solo sustentada en el egocentrismo gobernante. De cómo esta gente se ha rodeado de leyenda urbana con aires de «buena familia» es tema de estudio en algunos círculos intelectuales pero que ellos rebaten con la sola defensa de sus pretendidos desvelos sociales o, simplemente, con la costra acumulada en el tiempo transcurrido, toda ella basada en mentiras, deformaciones de la historia y el silencio de los corderos que rige en la sociedad, no solo la nuestra sino la del resto del mundo, pues basta pasearse por él y ver a lo sucedido en Perú. Pero no es bastante.
Mientras unos principios abanderen la putrefacción de la vida, como son los suyos, y la gente los beba, como suele hacer con la Coca-Cola, comunismo y crimen irán de la mano. En Cuba, estos días, lo acabamos de ver. Pero hay otros lugares donde se ha instalado con fuerza. Desde hace años, como en Corea del Norte. Como en China, para asombro general. Ignoran, no cabe duda, que esa es una fruta prohibida. No saben, aunque algunos intuyen, que su «imperio» no llegará a mil años, como pretendía otra fuerza de perverso recuerdo. Solo que los que reciben salario (jugoso) por defender esa práctica también saben que morirán antes de ver instalada su revolución, pues es ley no discutida que la esperanza de pisar este planeta no sobrepasa el siglo.
El señor Anzoátegui fue un anticomunista militante, y así le fue. No por sus actividades, no por sus escritos contra una sociedad caduca, que debió tener luces y sombras, sino por sus diatribas sin freno sobre todo lo que se movía en su tiempo. No es buena cosa meterles mano a los muertos, valga la caterva de rojos que componen la lista universal. Porque tanto lo fueron los que masacraron Lídice como los que acabaron cavando fosas en Katyin, tanto los que fusilaron por decreto como los que dejaron huella en Paracuellos y las calles de España. El comunismo fue palo que ardió bajo todos los regímenes y hora es ya de dejar las contemplaciones y hurgar en las librerías de viejo, que son lugares donde se encuentran tesoros escondidos.
Vida de payasos ilustres deja un mal sabor de boca a quienquiera lo lea, aunque este lector (o lectora) no participe del profundo odio que el autor muestra en él. Y es que para denostar algo, ya sea con razón, hay que tener la frente ancha y el pensamiento claro. El comunismo es una lacra, pero todo aquello que se le enfrente debe tener la fuerza que da la Elegancia en el decir, la Verdad en los supuestos y el Respeto a la libertad.