Catástrofes, valores, conceptos y actitudes.
Cuando llevamos ya un año sufriendo el ataque de la covid-19, no nos acabamos de creer que todo esto sea verdad. Que un virus, algo apreciable sólo a través del microscopio haya podido poner a una sociedad ultradesarrollada en jaque y al borde del cataclismo. Este hecho nos sigue remitiendo a la fragilidad humana. ¿A su fragilidad o a su soberbia y prepotencia? ¿No será esto la consecuencia de querer ser más que Dios con ciertos experimentos y ciertas prácticas, queriendo decidir sobre cómo y cuándo crear vida, cómo y cuándo nacer o cómo y cuándo morir?
Al llegar la noche nos acostamos con angustia, con incertidumbre sobre nuestro futuro inmediato y el de los nuestros. Nos abruman las escenas en los hospitales y los centenares de fallecidos cada día. Y, sin embargo, hasta hace un año dormíamos «a pierna suelta» sin pensar en ello y sin que nos agobiara el hecho de que solo a pocos kilómetros, al otro lado del estrecho de Gibraltar, en África o en otros lugares del mundo, miles de niños morían cada día de hambre y de enfermedades. Como dijo alguien en aquellos primeros días de la epidemia, «antes no nos dábamos cuenta de que éramos felices».
Y al igual que ante este fenómeno nos ocurre con la Naturaleza. Creemos que la tenemos dominada y una borrasca como la conocida como «Filomena» que, ininterrumpida durante dos días, acaba de cubrir de una espesa nevada prácticamente toda la superficie de España demostrándonos nuestra debilidad y limitaciones y poniendo a prueba nuestra capacidad de adaptación y resistencia.
Nos hemos acostumbrado al bienestar, a las comodidades y nos parece inconcebible que, de la noche a la mañana, nos podamos ver privados de esos beneficios. Especialmente en las ciudades, como ha ocurrido en el caso de Madrid.
Si la nieve, en las cantidades que ha caído, cubre nuestras calles, queremos que los servicios de limpieza y las máquinas quitanieves acudan en primer lugar a nuestro barrio para despejarnos la calzada. Es como en la consulta del médico. Para nosotros demandamos una atención de, al menos, media hora y nos incomoda que a otros pacientes les dedican más de cinco minutos.
Parce que no siempre somos conscientes de que los recursos son limitados y que hay unas prioridades objetivas y máxime en unas latitudes como las nuestras no acostumbradas, por lo general y a diferencia de los países nórdicos, a unos fenómenos atmosféricos de esta naturaleza.
Pero, al mismo tiempo, parece que ignoramos, desconocemos o hemos olvidado que, en otros tiempos y en otros lugares de nuestra misma España estos fenómenos eran y son frecuentes. Lo que ocurre es que «nos pillan lejos». En lugares como, por ejemplo, los Pirineos, Asturias o Galicia estas nevadas no son tan extrañas. Y la gente sobrevive y se organiza, aunque ello implique renuncias y sacrificios. Hace algunos años, en parajes como Piornedo, en los Ancares, durante los duros inviernos, que sus habitantes pasaban en sus pallozas, cercados por la nieve, si alguien fallecía se depositaba el cuerpo en el hórreo hasta que el deshielo permitía trasladarle al cementerio de la parroquia.
Y, por otra parte, los hábitos y valores de las diferentes sociedades como es el caso de Alemania, en donde los ciudadanos, que también pagan sus impuestos, tienen la obligación, bajo pena de sanción, de limpiar las entradas de sus casas en casos de nevadas como ésta y no se deja toda la responsabilidad a los servicios públicos.
Quizá la comodidad, el bienestar nos hace egoístas. No todo se puede resolver por medio de la informática, la electrónica u otros elementos de las sociedades que denominamos como «desarrolladas» y «de consumo».
En etas situaciones se pone de manifiesto lo peor y lo mejor de los seres humanos. Lo peor como el saqueo de la carga de un camión bloqueado por la nevada en el arcén de una carretera madrileña o los destrozos y desvalijamiento de los vehículos particulares reducidos a la misma situación. Y lo mejor con las demostraciones de entrega, sacrificio, solidaridad, generosidad, desinterés o caridad de muchos ciudadanos para con sus semejantes.
Durante la pandemia, los sanitarios entregados en cuerpo y alma hasta la extenuación para atender a los enfermos en condiciones muy penosas, el Ejército, la Policía y la Guardia Civil, los camioneros, los empleados de los supermercados, etc. que han trabajado para que a esta sociedad del bienestar y las comodidades no le faltara lo necesario y, a veces, hasta lo superfluo. Y los bancos de alimentos para los más necesitados.
Y ahora, con la borrasca, nuevamente están actuando esos mismos profesionales y otros muchos, cuya tarea no siempre es adecuadamente reconocida y valorada por quienes desean priorizar sus intereses particulares ante las necesidades ajenas y colectivas.
En estas circunstancias hay que valorar en su justa medida y sin que en nada desmerezca, la labor, la entrega, los sacrificios de estas personas como, por ejemplo, los sanitarios que se han reenganchado en sus turnos porque sus compañeros no podían relevarles, los empleados de la limpieza con su duro trabajo, los voluntarios que con sus vehículos todo-terreno se han dedicado, desinteresadamente, a trasladar a personal sanitario y otros profesionales que debían acudir a sus puestos en trabajos esenciales y que no podían hacerlo debido a la incomunicación provocada por la nevada.
A estas personas hay que reconocerles y valorarles su abnegación, su generosidad, su solidaridad y, hasta si se quiere, su caridad. Pero, repetirnos, sin quitarles ni un ápice de sus méritos, que son muchos, quizá se esté desvirtuando el concepto de heroísmo al emplearlo con una cierta imprecisión y adjudicarlo profusamente.
Heroínas han sido María Pita, Agustina de Aragón y Manuela Malasaña, que lucharon contra los ingleses y franceses, respectivamente. Y más cerca en el tiempo, héroes son, por ejemplo, Juan Maderal Oleaga y el brigada Francisco Fadrique Castromonte, legionarios que el 13 de enero de 1958 se quedaron cubriendo el repliegue de sus compañeros en la batalla de Edchera sabiendo que morirían combatiendo; el cabo Antonio Ponte Anido, que en la batalla de KrasnyBor, el 10 de febrero de 1943, dio su vida por sus compañeros heridos haciendo explotar una mina antitanque en el T-34 ruso que avanzaba disparando contra el hospital de campaña; Álvaro Iglesias Sánchez, joven de 20 años que salvó a tres personas entrando en el edificio en llamas del nº 7 de la calle de Carranza en Madrid el 6 de abril de 1982, no pudiendo salir y pereciendo cuando volvió a entrar para intentar salvar a más personas e Ignacio Echeverría que con un monopatín se enfrentó a los terroristas en Londres el 3 de junio de 2017 para evitar que asesinaran a una mujer y a un policía, siendo acuchillado y muerto él mismo.
Héroes son el policía fuera de servicio que baja a las vías del Metro, cuando está llegando un tren para rescatar a una persona que se ha caído, quien se arroja a las aguas para salvar de morir ahogado a quien no sabe nadar bien o pierde la consciencia por algún motivo, el sanitario que va a ser contagiado y que probablemente morirá, no abandona a sus enfermos, el piloto que, habiendo perdido el control de su avión, lo lleva fuera del área de una población para evitar la muerte de sus habitantes ante el impacto, pereciendo en la empresa, siendo consciente de ello. Y otros muchos más, anónimos, que, de alguna forma y por uno u otro motivo, arriesgan o dan su vida para salvar la de sus semejantes. Otros, como el fraile franciscano Maksymilian Maria Kolbe, reúnen la doble condición de héroe y mártir.