Cuando la pena nos alcanza
Cuando la pena nos alcanza, por el hermano perdido, cuando el adiós dolorido pone en la fe su esperanza… Estas palabras forman parte de una de las estrofas de la canción La muerte no es el final, compuesta por el sacerdote español Cesáreo Gabaráin Azurmendi, y que en nuestro Ejército se interpreta cuando se rinde el postrer homenaje a algún compañero caído, canción que se cantaba también en los funerales civiles antes de que fuera adoptada en el ámbito militar y que ha sustituido al tradicional Yo tenía un camarada que algunos de nosotros, hace ya algunos años, hemos entonado en alguna ocasión
Es cierto que, por lo general, cuando perdemos a algún hermano ponemos en la fe la esperanza: La esperanza de que Nuestro Señor le haya recibido y le haya llevado junto a su madre, a nuestra madre, que le esperaba y a la que, al menos en este mundo, le ha evitado el sufrimiento de ver enfermar y morir antes que ella a uno de sus hijos, sufrimiento del que no se libró nuestra otra Madre al ver a su Hijo golpeado, escarnecido y, finalmente, crucificado.
Madre e hijo se han reencontrado y ella, seguramente, le ha recibido alborozada por volver a tener a su lado y en la otra vida a ese hijo, el último de su prole, ese que fue tratado por ella de una manera especial por aquello de que era el benjamín de una familia numerosa y que quizá ya no se le esperaba. El que, aunque ya tuviera nietos, siempre sería «el pequeño». Ese del que, cuando de niño, hacía alguna trastada, decía: «Déjale, hombre, si sólo tiene diez años», mientras que para el mayor era el «¡Que tienes que dar ejemplo!, ¡que ya tienes diez años!».
Cuando se va un hermano menor uno piensa que no se ha cumplido eso que denominamos «ley de vida» por la cual los mayores hemos de preceder en el último viaje a los que son más jóvenes.
Dicen que uno muere del todo cuando le olvidan los demás. En un caso como este, eso no es así. Ese olvido no ocurre y, en todo caso, el afrontar una situación así con esa fe y esa esperanza, si él se ha ido con serenidad y paz, con el espíritu dispuesto, sin la agitación y la angustia de otras muertes, habiendo podio darle el último adiós minutos antes de su partida, hace que, lo que nos parece que no es natural ni lógico, se encaje con mayor entereza y aceptación recordando las últimas declaraciones de fe contenidas en el Credo: Creo en el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna.
Tú nos dijiste que la muerte
no es el final del camino,
que aunque morimos no somos,
carne de un ciego destino.
Tú nos hiciste, tuyos somos,
nuestro destino es vivir,
siendo felices contigo,
sin padecer ni morir.
Siendo felices contigo,
sin padecer ni morir.
Cuando la pena nos alcanza
por un hermano/compañero perdido
cuando el adiós dolorido
busca en la Fe su esperanza.
En Tu palabra confiamos
con la certeza que Tú
ya le has devuelto a la vida,
ya le has llevado a la luz.
Ya le has devuelto a la vida,
ya le has llevado a la luz.
Cuando, Señor, resucitaste,
todos vencimos contigo
nos regalaste la vida,
como en Betania al amigo.
Si caminamos a tu lado,
no va a faltarnos tu amor,
porque muriendo vivimos
vida más clara y mejor.
Porque muriendo vivimos
vida más clara y mejor.
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