Esos periodistas tan obedientes
Editado por la asociación cultural Avance Social.
Ver portada de la revista 'Somos' en La Razón de la Proa.
Hace tiempo que ningún medio habla del origen del virus que nos está cambiando –y arruinando– la vida. Ninguno de los cansinos periodistas de la piara oficial recurre ya a peregrinas historias sobre pangolines y murciélagos en mercados chinos.
Y no es porque algún tardío sentido del pudor profesional les haga sentir vergüenza por difundir memeces que insultan a la inteligencia, sino porque, sencillamente, ahora no toca. Porque lo que ahora toca es acojonar y culpabilizar a la población.
Pocas veces se ha visto tan clara la sumisión y obediencia de la cabaña periodística a las consignas dictadas desde los poderes que controlan y dictan las versiones oficiales.
Ni siquiera en otros episodios trágicos y vergonzosos de nuestra Historia reciente como, por ejemplo, el 11-M se ha llegado a las cotas de desfachatez y cinismo con las que ahora se disfraza de información el adoctrina-miento de la gente.
En España, desde que el Grupo Prisa y su panfleto oficialista El País –al que muchos seguimos llamando, con urinaria pero creo que certera metáfora, El Pis– implantaron el canon oficial del modelo propagandístico del Régimen del 78, los periodistas se convirtieron, con escasas excepciones, en mezquinos y serviciales voceros de los distintos chiringuitos que se reparten la tarta del poder en España.
La máxima aspiración del periodista español es acertar con el tono que agrade a los sanedrines de la corrección política que establecen lo que es verdad y lo que es “posverdad” –la forma progre de llamar a sus mentiras–. El periodista promedio sabe que su sustento depende de su grado de sumisión y, sobre todo, de la correcta y canónica utilización de la neolengua políticamente correcta que se ha convertido en la principal seña de identidad del dogma oficial.
Esto de tergiversar la realidad mediante la manipulación del lenguaje no es nuevo. Ya en la época siniestra y sangrienta de la Transición, nos acostumbramos a los cínicos eufemismos con los que los periodistas de la época edulcoraban y manipulaban las noticias de entonces.
Empezamos a ver normal que se llamara “lucha armada” a los asesinatos por la espalda cometidos por el separatismo; que se llamara despectivamente “búnker” a los escasos círculos intelectuales que denunciaban la mendacidad del entonces nuevo Régimen o a que se dejara de nombrar a España para designar a nuestra Patria, con vergonzante muletilla, como “este país”.
Aquellos tipejos que, generalmente ataviados con “trenka” y trajes de pana, imponían su sectarismo ñoño con plúmbeos y cursis artículos y llegaban a señalar objetivos a los terroristas, –como cierta sabandija tullida que ya se pudre en el infierno de los canallas–, son los antecesores de los actuales “hípster”, “mongoliers” y “gilipollers” que, desde las tertulias telemierderas, lo mismo hacen loas al feminismo más sicópata, que imparten lecciones sobre cambio cli-mático o pontifican sobre machismos y patriarcados a las marujas que aguardan el último cotilleo sobre el mariquita o la teleputilla de moda.
Les diferencia de sus antecesores de la Transición su analfabetismo y su falta de sentido del ridículo pero en el fondo, comparten la misma estudiada hipocresía y el mismo fariseísmo complaciente.
Lo peor es que la orwelliana nueva normalidad ha convertido a esta piara en jueces y verdugos de cualquier disidencia o crítica a la estúpida y criminal gestión de la pandemia. El linchamiento mediático de cualquiera que cuestione la versión oficial es el mejor escarmiento para disuadir a futuros disidentes.
La última consigna que sigue esta pandilla basura es culpabilizarnos de la enfermedad por no seguir los preceptos y prohibiciones de nuestro sabio Gobierno.
Si mañana les dicen que tienen que convencernos de que para combatir el virus debemos pasear con la picha al aire, las televisiones prepararán programas especiales sobre lo saludable y solidario que es llevar la bragueta abierta.