El tingladillo de la mala farsa
La sensación que se tiene al contemplar el patio de Monipodio parlamentario es la misma que se experimenta ante una mala obra de teatro.
Todo lo referente a la tramoya parlamentaria tiene el aire apolillado, anacrónico y decadente de aquellas compañías de revista que todavía recorrían –en giras cada vez más modestas– los pueblos españoles en la época en la que los videoclubs y las mamachicho de la tele habían cambiado ya, irrevocablemente, los hábitos y querencias del personal en lo referente a entretenimientos y distracciones.
En estas compañías crepusculares, los cómicos que en su juventud asombraron al público con su originalidad, repetían chistes que habían dejado de ser graciosos hacía décadas. Las vedettes y bailarinas ya bordeaban peligrosamente esa línea –indeterminada pero inmisericorde– que separa a la jamona –todavía potable– del loro patético y amojamado. La sensación cuando bajaba el telón era la de que aquello era cosa de otra época. Algo que ya no funcionaba en un mundo con otros códigos y otras prioridades.
Exactamente la misma sensación que produce escuchar las frases sobadas, tópicos rancios y putrefactos lugares comunes de nuestra fauna parlamentaria en sus ramplones debates, soporíferos soliloquios e impostadas broncas.
Como a los actores de las compañías de tercera, a los diputados se les nota demasiado que no se creen el papel que pretenden representar.
De igual forma que a los teatrillos decadentes al final sólo iban los viejos y los paletos, único personal que, en su garrulería, todavía reían las gracietas chabacanas de los cómicos decrépitos, los discursos vacíos y soplapollescos de los políticos españoles parecen dirigidos en exclusiva a los españoles más imbéciles, incultos y resentidos. A la masa aborregada de sus votantes y a los estómagos agradecidos de la interminable lista de chiringuitos, oenegés y pesebres que proliferan como hongos podridos gracias a unos ministerios, como el de Igualdad, cada vez más indistinguibles de sectarias plataformas propagandísticas.
Se tiene la sensación de que, por mucho retrasado mental de los que van solos por la calle con el covidiano bozal puesto, por mucha compra de votos a cuatrocientos euros el kilo y por mucho moro nacionalizado y subvencionado, la clientela de los vendedores de humo partitocrático mengua inexorablemente.
Cada vez hay más españoles desengañados de una izquierda de salón que parece más preocupada por dogmas “de género” o por fomentar la inmigración que por defender al obrero. Desengañado de los pisaverdes liberales y sionistas travestidos de patriotas o de un monarca de guardarropía que luce en su solapa sin sonrojo el símbolo de su obediencia a la siniestra Agenda 2030.
Cada vez hay más españoles conscientes de que todos los partidos parlamentarios y los sindicatos chaperos –UGT y CC.OO.– no son más que bandas de parásitos sociales defendiendo su modus vivendi.
Cada vez hay más españoles que escuchan las consignas repetidas por los periodistas o los prepotentes rebuznos del presidente de Gobierno como un irritante ruido de fondo que no tiene nada que ver con la realidad cotidiana de una España empobrecida y cada vez menos libre y menos soberana.
Lo triste es que esa masa creciente de españoles desengañados y asqueados del nefasto Régimen del 78, no sale a la calle a levantar barricadas sino que rumia su miseria y su desencanto con bovina resignación.
Nosotros, los malditos y desobedientes, los políticamente incorrectos, los fascistas, tenemos el derecho y el deber de convertir a esa masa desencantada en un ejército que arrase con la decadencia y la esclavitud que nos quiere imponer el Globalismo.
La lucha que importa no es –nunca lo fue– la pugna artificial entre derechas e izquierdas sino el combate sin cuartel entre disidentes y colaboracionistas. La guerra entre globalistas y patriotas.
La lucha secular entre usureros y trabajadores.
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