La agonía del parlamentarismo

El parlamentarismo agoniza convertido en un teatrillo en el que una falsa mayoría progresista impone su rodillo y se dedica no al contraste de ideas con la oposición sino a descalificarla con insultos.


​​Publicado en El Debate (20/ENE/2024), y posteriormente en El mentidero de la Villa de Madrid (23/ENE/2024). Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.​

El paso de una democracia a una autocracia es más fácil de lo que pudiéramos pensar. Lo estamos viviendo con prisas y sin pausas. ¿De qué se trata? De controlar todos los poderes desde el Gobierno y contestar con falsedades los intentos de quienes desde la honestidad traten de evitar esa okupación. Ha ocurrido con el riguroso informe de los letrados de la Comisión de Justicia del Congreso sobre la ley de Amnistía. Desde las alturas primero lo ocultaron el tiempo que pudieron y, una vez conocido, lo descalificaron con argumentos jurídicamente tan de peso como que tenía alguna falta ortográfica.

El nuevo letrado mayor del Congreso, Fernando Galindo, fichado por Armengol porque su antecesor no era manejable, se está cubriendo de gloria. Nunca ya será tomado en serio en su profesión. Puedo explicarme que a Conde Pumpido le de igual a su edad convertirse en felpudo del Gobierno pero no entiendo que un letrado joven hipoteque su prestigio por unas migajas.

La presidencia de Armengol en el Congreso se inició con una irregularidad: el cambio del Reglamento puesto en práctica antes de aprobarse. Y desde entonces ha sido una sucesión de disparates. Repetir votaciones o negarlas cuando políticamente le convenía, y mantener en todo dos varas de medir según se trate de los propios o de los ajenos. Pero lo ocurrido en el último Pleno, celebrado en el Senado por obras en el Congreso, ha sido de teatrillo. Nada que ver con el normal funcionamiento de un Parlamento. A Armengol se le fue de las manos y, a mi juicio, no supo reaccionar. O no la dejaron hacerlo.

A la presidencia, al no contar con elementos de traducción (lo que tampoco se entiende), se le ocurrió que los intervinientes facilitaran previamente sus intervenciones y así ser leídas. ¡En un Parlamento! Se excluyó el frescor de lo improvisado, lo que en definitiva constituye la oratoria parlamentaria. Y nada menos que cuando se tenía que votar una reforma constitucional. Hubiese sido más coherente y serio que se utilizase el idioma de todos, el que señala de obligado conocimiento el Artículo 3.1 de la Constitución. Pero eso debía suponer un sacrificio para una parte de sus señorías. Hasta dónde hemos llegado.

La temprana decisión de Armengol de llevar las lenguas regionales al Congreso choca con el Artículo 3.2 de Constitución: «Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos». No más allá. Las lenguas regionales se colaron en el Senado al entenderse que era una Cámara territorial, pero en el Congreso no hay pretexto posible. Sin embargo, la oposición no rechistó. Acaso porque su actual líder procede de una comunidad autónoma con lengua propia. Lo cierto es que en el último Pleno se votó y aprobó lo que parte de los asistentes, por lo que se vio, oficialmente no entendieron.

Otro atentado contra el normal funcionamiento parlamentario fue que el voto telemático se iniciase antes de concluir los debates. Las votaciones se producían sin escuchar los argumentos en pro o en contra. Lejos de lo que señala el Artículo 67.2 de la Constitución, porque quedaba claro que la posición ante un debate no concluido se debía a mandato de partido o a circunstancias que parecían no tener que ver con el libre albedrío. Ya sé que es una ingenuidad, pero guardar las formas es importante, sobre todo cuando hablamos de un Parlamento.

Es preocupante que el Parlamento, sede de la soberanía nacional, esté okupado. Hay quien se niega a hablar en el idioma común que todos conocemos y se utiliza el voto telemático sin conocer el debate. Se vota a las siglas sin importar lo que se vota y ya ni siquiera se oculta por vergüenza torera. Sánchez hace tiempo que se deshizo de la careta, pero su ejemplo ha cundido,

El parlamentarismo agoniza convertido en un teatrillo en el que una falsa mayoría progresista, que integra a dos de las formaciones políticas más cavernícolas de nuestra historia más o menos reciente, impone su rodillo y se dedica no al contraste de ideas con la oposición sino a descalificarla con insultos. Es cierto que la altura intelectual de ciertos arietes del sanchismo no es ni mediana, pero los padecemos.

El parlamentarismo sólo da apariencia democrática al Gobierno más autoritario que se recuerda. La oposición debería moverse más y mejor y no perder el tiempo en darse pellizcos de monja que distraen al personal y, al final, favorecen a Sánchez. Sobre todo, la oposición debería sacarse un abono de viaje a Bruselas. A ver si se enteran allí de lo que nos ocurre. Si es que quieren enterarse.