El exilio y el reino
El título recuerda a Camus que recogió bajo él media docena de sus cuentos éticos. Viene al caso. Estas líneas reflejan un momento de España no movido precisamente por la ética. Asistimos a un debate artificial, todavía limitado, sobre Monarquía o República. No lo desea una parte representativa de la sociedad, los argumentos para avalarlo no son rigurosos sino emocionales, y se apuntala en revanchismo y falsedades históricas. Pero como el debate lo apadrina la izquierda radical y el presidente del Gobierno deja hacer, la discusión se airea cíclicamente. También en esto Sánchez opta por la ambigüedad. Se manifiesta públicamente en favor de Felipe VI pero se desconoce una palabra suya de compromiso con la Monarquía multisecular, y ha evidenciado su desapego por Juan Carlos I, piloto de una Transición modélica que desembocó en la democracia plena.
Sánchez pidió públicamente explicaciones al Rey padre. Explicaciones ¿de qué? ¿Las da él? No ha explicado demasiadas cosas. Entre ellas qué hay detrás del runrún sobre el contenido de su móvil espiado que cambió nada menos que nuestra política tradicional sobre el Sahara y, según no pocos medios, tiene que ver con negocios. No iré más allá pero hay hemerotecas. Juan Carlos I no tiene en España ningún caso judicial abierto, y, por cierto, es el primer monarca europeo que pidió públicamente perdón –a mi juicio un error– por un viaje privado sin coste para el erario público. Iba invitado y ni puede reprochársele el objeto de la cacería porque en Botswana se permite la caza de elefantes. De las circunstancias de carácter personal –más o menos oportunas, prudentes y estéticas– tendrá que ofrecer, o no, aclaraciones sólo en su círculo familiar.
El presidente se ha mojado en la tarea de provocar situaciones para hacer antipática a la Monarquía utilizando vías indirectas. La principal es la insólita persecución a Juan Carlos I, a mi juicio incluso ilegal porque el Rey padre es un español libre de todo reproche de la Justicia al que se obliga, de hecho, a un exilio injusto. Esa persecución tiende a desprestigiar a la Institución confiando en cómo calan las manipulaciones y las medias verdades. Otra vía indirecta es la trampa que ello supone para Felipe VI. Si el Rey reaccionaba como hijo a la inmotivada persecución a su padre probablemente se hubiese producido una movilización de las terminales mediáticas generosamente engrasadas y no descarto pachangas callejeras, nada espontáneas, acusando a Felipe VI de conducirse más como hijo que como Rey.
Tampoco obviemos una tercera vía indirecta para debilitar a la Monarquía; una nueva trampa. Si Felipe VI actuaba, como así ha sido, desde la exigencia que supone ser un monarca constitucional con acciones limitadas respecto al Gobierno, también existía riesgo. No puede ignorarse que el pueblo soberano se suele dejar llevar por sentimientos a menudo surgidos de una visión más primaria que la de quienes están en las pomadas políticas y jurídicas, y puede costarle entender que un hijo no defienda a su padre cuando lo ve tratado injustamente, y más si ese trato se produce a instancias de un Gobierno y un presidente que, aunque los palmeros lo nieguen y el afectado finja ignorarlo, no goza hoy precisamente del afecto popular. Las trampas eran tres y un objetivo único: debilitar a la Monarquía.
La pérdida de sintonía entre la ciudadanía y el Gobierno y su presidente es conocida y constatable. Al Rey le reciben con aplausos y manifestaciones de apoyo y a Sánchez le acompañan los abucheos y las protestas. Suele visitar municipios con alcaldes socialistas e incluso en ellos procura no alejarse de las fuerzas vivas. Aparte de los cordones de seguridad cada vez más apartados.
Precisamente el recibimiento clamoroso a Juan Carlos I en cada lugar que visitó durante su breve viaje a España fue el detonante de la prolongación de su exilio no deseado. Molestó en Moncloa porque le creían amortizado. Y le prohibieron incluso pernoctar en Zarzuela, su residencia desde muchos años antes de que naciera Sánchez. Una ofensa más. Mientras, el presidente pasa temporadas en La Mareta, palacio regalado por el Rey Hussein a Juan Carlos I y que éste donó al Estado. La gente, la mayoría sin militancia política pero votantes, no ha olvidado su labor, su entrega y su bonhomía en un momento de petulantes, egocéntricos y logreros colocados en altas responsabilidades no se sabe por qué o sabiéndose demasiado. Se persiste en la mentira, en la incoherencia, en las rectificaciones, en las ocurrencias, en la ineptitud. Se achacan siempre los errores a otros, ya sea la UE, la pandemia, la guerra de Ucrania, Franco, Putin… Pero, eso sí, dejando atrás una estela de mala gestión. Basta comparar las cifras económicas de hace cuatro años y las de hoy. Mientras, el Gobierno proclama que vamos muy bien cuando somos en varios índices importantes el farolillo rojo de Europa.
La Monarquía supone estabilidad y poder moderador por encima de los partidos. Cuando me preguntan si soy monárquico o republicano mi respuesta es rotunda. Si la Monarquía es similar a las que conocemos en Europa o a la de Japón, soy monárquico. Si la Monarquía es como las de Arabia Saudita o Catar, soy republicano. Si la República es similar a las de Francia o Italia, soy republicano. Si la República encuentra su modelo en Cuba, en Nicaragua o Venezuela, soy monárquico. No es una cuestión de etiquetajes sino de contenidos.
Quienes hoy postulan una República para España se miran en el espejo de la fracasada II República. Si leen su historia real con suficiente dosis de objetividad llegarán a la conclusión de que su apuesta es un disparate. Y más disparate sería hoy que en 1931-1936. Y acaso con los mismos errores y parecidos riesgos.