Respetar la Historia

En España ya el Gobierno de ZP apostó por el odio y le mentira histórica y Sánchez ha llevado las decisiones de su mentor al ridículo, en compañía activa de comunistas, separatistas y herederos del terrorismo...​​


​​Publicado en primicia en el digital El Debate (4/07/2023), y posteriormente en la revista El mentidero de la Villa de Madrid núm. 767 (30/JUN/2023), continuadora de Desde la Puerta del Sol. Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP) Recibir el boletín de LRP.​

El calor es buen acompañamiento para relecturas. Baroja dejó escrito que releer es volver a descubrir. Y eso que don Pío confesaba ser un mal lector. A vueltas con la memoria histórica, democrática u otros apellidos confundidores –la memoria colectiva no existe, es una suma de memorias individuales diferentes y enfrentadas, ya nos lo dijo Gustavo Bueno– he regresado a viejas lecturas que vendrían bien a algunos de nuestros políticos de la izquierda. La Historia asumida en su conjunto, no vista con un solo ojo a gusto del consumidor.

La Inglaterra de Cromwell, el lord Protector, que acabó siendo una férrea dictadura militar, cortó el cuello al Rey Carlos I y, sin embargo, la regeneración posterior la inició su hijo Carlos II, una vez agotada en pocos años la peculiar fórmula republicana. La Historia salvó a las dos facciones en pugna reconociendo sus luces y sus sombras. Una nación seria.

La Revolución Francesa llevó a la guillotina a Luis XVI y a María Antonieta junto a miles de realistas y moderados. Danton y Robespierre, entre otros prohombres radicales, cayeron en su máquina de matar, y Marat fue asesinado por Carlota Corday que acabó guillotinada. La Revolución desembocó en el Imperio, y éste en el retorno a la Monarquía borbónica. La aristocracia de aquellos soldados napoleónicos que llevaban en las mochilas los bastones de mariscales se mezcló con la vieja aristocracia de la sangre. La Historia, que no utiliza reloj sino calendario, salvó juntos a los revolucionarios de la Bastilla, a Napoleón y a los Borbones, todos ellos hoy reconocidos.

Miembros del Partido Republicano portugués asesinaron en Lisboa al Rey Carlos I en 1908. En el mismo atentado murió su hijo y heredero, el príncipe Luis Felipe. Cien años justos después, el 1 de febrero de 2008, el entonces presidente de la República Portuguesa, Aníbal Cavaco Silva, inauguró en Cascais una gran estatua del Rey asesinado. En 2010 se celebró solemnemente el centenario de la República. El actual jefe de la Casa de Braganza, Don Duarte Pío, vive sin problemas en su país. Reside en una casona de Sintra, a los pies del impresionante Palacio da Pena, hoy propiedad estatal, en el que vivieron sus antepasados. Paralelamente los historiadores detectan un creciente interés investigador por la larga etapa de gobierno de Oliveira Salazar, más objetivo y alejado de revanchismos.

En estos casos y en tantos otros que se podrían recordar incluso con mayor sorpresa, la Historia ha sido respetada. Es un grave error, que encubre venganza y odio, reescribirla, falsearla, manipularla e ideologizarla como se ha hecho y se hace en nuestro país.

En 2008 conmemoramos en España el segundo centenario de la Guerra de la Independencia y, salvo excepciones, la conmemoración resultó ramplona. En cierto modo respondió al complejo de algunos cuando se habla de la independencia nacional mientras apuestan por independencias regionales sin más poso histórico que el inventado. Mucho antes de la conmemoración en 1908 del primer centenario se popularizó definitivamente, y así lo acoge la historiografía española, el nombre de «Guerra de la Independencia» con el que hoy conocemos aquella contienda.

Sin embargo en España no hay actualmente unanimidad sobre esta denominación. La mayoría de las obras debidas a historiadores catalanes y en la docencia catalana, por motivos políticos que son más que evidentes, denominan «Guerra contra el francés» a la Guerra de la Independencia. Es chocante, y aún más teniendo en cuenta que el movimiento guerrillero, columna vertebral de la lucha por la independencia nacional, contó con muy significados catalanes, como Barceló, Baget, Clarós, Eroles, Manso, Milans del Bosch, Rovira y Llobera, entre tantos. Muchos pasaron de improvisados guerrilleros, comúnmente de origen rústico, a ostentar el fajín de generales.

Llamar en Cataluña a la Guerra de la Independencia «Guerra contra el francés» refleja, además de incultura, un afán histérico de apostar por la diferencia. Una catetada. Además la generalización «contra el francés» no resulta históricamente cierta. Hubo no pocos militares franceses de nacimiento u origen que, enemigos de Napoleón, lucharon en España contra los imperiales. Bastantes de ellos alcanzaron el generalato: Bassecourt, Saint-Marcq, Bessières, Balanzat, el conde de Espagne, Coupigny, vencedor en Bailén con Castaños, o De Fournas, que se distinguió en el sitio de Gerona, y muchos personajes más.

Después de estos juegos malabares político-históricos no debemos extrañarnos demasiado de que se siga tratando de reescribir la Historia sobre una guerra que terminó hace más de ochenta años. Es un absurdo deseo de revancha anacrónico e imposible: querer ganar tras muchos decenios una guerra perdida. Detrás hay intereses económicos de asociaciones y fundaciones ligadas a sindicatos y a partidos de izquierda, generosamente subvencionados, que si no mantienen abierta esa herida no cobran. De los muchos millones recibidos desde los tiempos de ZP una mínima parte ha sido destinada a la apertura de fosas. La mayoría de los fondos sufragaron otras actividades más ideológicas, incluso lúdicas. Sin contar las normas para reconocer justamente a los vencidos ya decididas desde la época de Suárez.

En naciones con gobiernos responsables la memoria de su Historia no se asienta en el odio y en la falsedad sino en la reconciliación. En España ya el Gobierno de ZP apostó por el odio y le mentira histórica y Sánchez ha llevado las decisiones de su mentor al ridículo, en compañía activa de comunistas, separatistas y herederos del terrorismo. Es un irrenunciable capítulo de la anunciada derogación del sanchismo.




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