Abrazar un árbol

Concuerda perfectamente con las actuales inclinaciones del mundo occidental por olvidar sus tradiciones culturales y espirituales cristianas y perseguir un orientalismo como guía de conciencia.


​​Publicado en la revista El mentidero de la Villa de Madrid núm. 821 (7/NOV/2023). Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.

Reconozco apesadumbrado que nunca se me ha ocurrido abrazar un árbol, salvo cuando el desnivel del terreno podía presagiarme una caída aparatosa en la montaña. Quizás por mi descuido o ignorancia en esta forma de afectividad, me ha sorprendido llegar a conocer que existe un remedio llamado arboterapia, que, según sus seguidores y pacientes, relaja a la persona que lo practica, mejora la concentración mental, reduce el estrés y la ansiedad y, en general, aporta paz al alma atormentada por las noticias de la actualidad.

Esta terapia tiene, según dicen, origen asiático, lo que concuerda perfectamente con las actuales inclinaciones del mundo occidental por olvidar sus tradiciones culturales y espirituales cristianas y perseguir un orientalismo como guía de conciencia; de esta manera, está de moda sumergirse en técnicas de meditación cercanas al budismo y, en general, a las filosofías de origen hindú; me entero también de que el mundo financiero y empresarial de alto standing es muy aficionado a superar su inevitable estrés acudiendo a supuestos monasterios donde imperan estas terapias y que algunas estrellas de Hollywood han abrazado incluso estas religiones, logrando paz entre divorcio y divorcio. Como comprenderán, ni entro ni salgo en lo que cada uno haga con su vida, pero, como europeo, me chocan bastante estas tendencias.

Por otra parte, me llega una noticia, relacionada con lo anterior, de que en Cabezón de la Sal se plantean prohibir el abrazar las secuoyas centenarias, porque este uso turístico perjudica estos gigantescos árboles. Tampoco ni entro ni salgo, pero me rechina, de entrada, la palabra prohibición, que tanto prolifera en nuestra cultura de la libertad, nieta de aquel Mayo del 68 y de su prohibido prohibir. Del mismo talante es otra noticia acerca de otra propuesta, supuestamente ecologista, de proscribir el uso de los bastones de montaña porque erosionan peligrosamente el terreno.

Como sigamos así, llegaremos al culto a la Pachamama, que viene a sostener ese ecologismo radical de nuestro tiempo, una de las ideologías woke al alza, y que choca frontalmente con mi sentido común y mi respeto y defensa de la Naturaleza, que me inculcaron desde muy pequeño en mis campamentos juveniles.

En torno a los árboles, leo en Internet una opinión de un alma bienaventurada que afirma, cariñosamente, que él se abraza muy a gusto al árbol de España, y, de este modo, entro en otro terreno en mi artículo. El símil me parece discutible, toda vez que me ofrece una visión telúrica y romántica del patriotismo; uno está más de acuerdo con aquella afirmación de que «si el patriotismo fuera la ternura afectiva, no sería el mejor de los humanos amores. Los hombres cederían en patriotismo a las plantas, que les ganan en apego a la tierra; por lo tanto, no veamos en la patria el arroyo y el césped, la canción y la gaita (yo añado el árbol, en este caso); veamos un destino, una empresa».

En efecto, esa forma de patriotismo telúrico –bienintencionado, qué duda cabe– es de vuelo corto, y no supera por elevación, entre otras cosas, a los nacionalismos interiores, igualmente de inspiración romántica; y sobre todo porque, aunque «el corazón tiene sus razones que la razón no entiende», como dijo Pascal, «también la inteligencia tiene su manera de amar, como acaso no sabe el corazón». Me alisto a este patriotismo de la inteligencia.

A estas alturas, toda referencia al terruño, a la etnia, al paisaje, al habla, me huele a una vuelta a la naturaleza del majadero de Rousseau; del mismo modo que la insistencia en El cuidado de la Casa Común de Bergoglio, en lugar de invitarme a proteger la Creación y colaborar en ella –porque aún no está acabada–, me huele lejanamente a indigenismo, que es la forma que adoptan en Hispanoamérica los nacionalismos internos disolventes de las naciones; y perdón por inmiscuirme en camisas de once varas de tinte teológico…

Puede que exagere en mis reticencias y prevenciones, claro está… Siguiendo con el tema del árbol con que he comenzado este artículo, yo preferiría abrazarme, no a un tronco seco y vetusto, hendido por el rayo de los políticos que nos gobiernan, sino a un renuevo joven, altivo y pletórico en cuanto a tareas, empresas y destinos universales. El tronco seco y medio chamuscado es del de las amnistías contra lege, el de los gobiernos Frankenstein con quienes no quieren ser españoles, el de la corrupción, el de la insolidaridad, el de la condescendencia y el silencio cómplice o cobarde de las instituciones y de una parte de la sociedad, indiferente a su condición nacional. El renuevo será el de una España joven, sin esas lacras, la España «del cincel y de la maza».

Claro que, de momento, siguiendo con los versos machadianos, he de conformarme con esperar a que broten del olmo, secado por la puerca política al uso, «algunas hojas verdes», ocasionadas por «las lluvias de abril y el sol de mayo», es decir, de una fuerte Primavera de España. También mi corazón –y mi inteligencia– espera ese «milagro hacia la luz y hacia la vida». En ese caso, prometo mi abrazo al árbol, porque seguro que rebajará mi nivel de estrés y me traerá algo de paz a la conciencia.



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