Asumamos responsabilidades.
Asumamos responsabilidades.
No voy a escribir sobre las elecciones en Cataluña. Estoy sumamente enojado porque, sin venir a cuento, me han desvirtuado la celebración del 14 de febrero, que, para mi esposa y para mí, es, por antonomasia, el Día de los Enamorados; y en esa costumbre me siento tan anglófilo como, por ejemplo, Ramiro de Maeztu y José Antonio Primo de Rivera, aunque me separen de la Rubia Albión el contencioso histórico de Gibraltar y el actual del Bréxit.
Lo que era nuestra celebración íntima se ha convertido, ahora, en lo que los cursis denominan la fiesta de la democracia, que esta vez consistirá en una patente de corso para romper cuarentenas y confinamientos perimetrales sanitarios, para más honra y prez de las urnas. Dejo, pues, a los candidatos y a sus partidos que representen sus espectáculos para sus respectivos convencidos y, por mi parte, prometo que mi voto de ciudadano responsable será, sin fe ni respeto, para quienes puedan agitar estas pútridas aguas que nos envuelven. Así que, con permiso de los lectores, lejos de hacer de profeta o de vulgar tertuliano, voy a referirse al arduo asunto de las responsabilidades individuales.
Me ha venido estos días a la memoria una antigua anécdota de mi vida profesional como docente y tutor; una buena señora, madre soltera de dos alumnos, vino a solicitar ayuda económica para el material escolar; eso no era nada extraordinario, pero si lo fue la argumentación en que basaba su petición: La sociedad me ha hecho dos hijos y es justo que me los mantenga. Por prurito profesional y por educación, me guardé mucho de darle mi opinión al respecto sobre la responsabilidad que tenía la sociedad, a todas luces una arbitrariedad de la señora, como lo es la coartada de muchos ciudadanos para soportar mansamente una situación.
A poco que hablemos con nuestros compatriotas, sin distinción de posturas ideológicas, detectaremos un estado de insatisfacción y malestar, que supera bastante al contenido de los conocidos versos de Joaquin Bartrina (…si habla mal de España, es español); esta sensación suele ir acompañada de una pasiva resignación: Esto no tiene arreglo…, La sociedad está muy mal…; y lo más extendido consiste en la manida expresión: Esto es lo que hay…
Se ha establecido al parecer un odioso conformismo como pauta social; nadie espera que esto cambie para mejor; ni el alarmante aumento de parados, ni la tardanza en los pagos de los ERTEs, ni las indemnizaciones a los sectores más deprimidos, ni las deficiencias del sistema sanitario, ni los enchufismos y nepotismos, ni la insolidaridad de los secesionistas, ni la total ausencia de un proyecto común: Esto es lo que hay…
En las contadas ocasiones en que se menciona el nombre de España, siempre las preside el pesimismo, más agudizado que el que se achaca a aquellos noventayochistas que, por lo menos, tenían pensamiento crítico y regenerador; en nuestros días, la conciencia general es que somos un pueblo en completa decadencia, sin la menor esperanza de redención.
Y las culpas, las responsabilidades, siempre son –como en el caso de la buena señora de mi anécdota– de otros, cuanto más genéricos mejor: de los gobiernos, de las instituciones, de la sociedad…; quizás, los más ilustrados se aventuran a decir que el responsable es el Sistema establecido. No podemos negar, por supuesto, estas culpabilidades; quién puede afirmar, estando en su sano juicio, que existen culpas concretas y patentes en un atrabiliario Ejecutivo como que el tenemos, en unos gobiernos autonómicos dejados a la buena de Dios (es un decir), en unas instituciones plagadas de consejeros y ayunas de medios o regidas por personajes con marcado grado de insuficiencia a su vez para la gestión; y, sobre todo ello, un Sistema global, cuya hoja de ruta va en dirección muy distinta a la de las necesidades reales –sociales, económicas, culturales, espirituales…– de las poblaciones.
Pero también asumamos las responsabilidades personales e intransferibles, las que nos atañen como ciudadanos de a pie, que, sabedores de las carencias, hemos contemporizado, por inercia, pereza, acción u omisión, con la situación creada; y, sobre todo, hemos adaptado nuestra mentalidad a la del Sistema y sus delegados con sumo gusto. Es fácil lamentarse de las deficiencias, errores o barbaridades que asoman cada día a los medios, pero es arduo y difícil aceptar que hemos acomodado nuestro pensamiento, nuestras ideas, incluso nuestro lenguaje, a lo que nos han pretendido imponer, y con éxito.
Cualquier transformación de una sociedad pasa por un cambio de mentalidad de sus componentes; hay que dejar atrás, de una vez por todas, los mitos históricos e irrepetibles de la revolución desde arriba o desde abajo, y actualizarse en el sentido de que toda renovación en profundidad debe partir desde dentro de las conciencias de quienes sufren esa situación deleznable.