Del caos a la armonía.
4/05.- Ese desmedido exceso de reglamentación, unido a un feroz relativismo establecido como 'dogma oficial', ha provocado el más absurdo caos en las personas y en las colectividades. Sin embargo, algunos de los que percibimos este caos, seguimos confiando en que, finalmente, terminará por imponerse la armonía.
El teatro de nuestros Siglos de Oro contiene valiosas lecciones para la vida. Sus autores son justamente llamados clásicos, y no solo por la perfección y belleza de sus versos o por la ingeniosa trama de sus argumentos, sino, ante todo, por la profundidad de los contenidos que transmitían.
El mensaje que enviaban a aquella sociedad estaba en consonancia con el proyecto de unidad histórica, física, espiritual y teológica de nuestra Monarchia Christiana; es importante destacar que aquel pueblo, que, a diferencia del nuestro actual, era mayoritariamente analfabeto, percibía mucho mejor la melodía de una poesía y captaba las ideas donde se contenía toda una teología y una metafísica que constituían la base de una interpretación española de la historia y de la vida.
Una de las características de aquel teatro era el triunfo final de la armonía, del orden, sobre el aparente caos que convertía el desarrollo de las obras en un laberinto de personajes y situaciones intrincadas. ¿Quién podía sospechar, por ejemplo, que las tremendas dudas sobre el sueño o la realidad y la desordenada conducta de un Segismundo en Polonia iban a concluir con un «acudamos a lo eterno» de un verdadero príncipe cristiano? ¿O que el propio rey, en su paso por Zalamea rumbo a Portugal iba a dar la razón al villano justiciero Pedro Crespo, ya que «errar lo menos importa / si acertó lo principal», o que la inicua trayectoria del Don Juan de Tirso iba a merecer su justo castigo con el «quien tal hace, que tal pague»?
Pero no vengo a hablar de aquel teatro, sino de otro ⎼mucho menos sublime⎼ que es el que nos proporciona la vida española de nuestros días, igualmente dramática y esperemos que no trágica. Y ello porque a algunos nos da la impresión de que el adjetivo caótico es el más adecuado para definirla.
Aparentemente, todo está reglamentado de forma absoluta mediante leyes, normas y decretos, hasta los más nimios detalles e, incluso, los que tocan de lleno a la intimidad de las vidas de los ciudadanos y de aquellos que interfieren de lleno en las relaciones familiares. Y no me refiero a estos duros años de pandemia, sino a una herencia de aquella fecha simbólica de mayo de 1968, cuando se preconizaba un prohibido prohibir que tenía que derivar necesariamente en la más completa sarta de prohibiciones y controles, que podían hacer palidecer de envidia a las más férreas dictaduras históricas.
Pues bien, ese desmedido exceso de reglamentación, unido a un feroz relativismo establecido como dogma oficial, ha provocado el más absurdo caos en las personas y en las colectividades; todo a nuestro alrededor aparece como contradictorio, inseguro, incierto. La «liquidez» que, siguiendo a Bauman, mencionaba en mi artículo anterior, ha cobrado su máxima expresión en la España de hoy.
Un Estado que no cree en sí mismo; unas instituciones que se sostienen a duras penas ante el embestida de algunos de los propios gobernantes; unas comunidades autónomas que, lejos de acercar la administración al ciudadano, como se decía, han representado el triunfo de las oligarquías locales centralistas y que, insolidarias muchas de ellas entre sí, trabajan en contra de la integridad de la Nación; unos partidos políticos que, en vez de representar a los ciudadanos y a sus legítimas aspiraciones, son indiferentes al bien común y atentos a sus respectivos intereses, cuando no representan una perfecta imitación de El patio de Monipodio; unas aberrantes antropologías y éticas convertidas en ideologías de consumo obligado; incluso, para los creyentes, una Iglesia amedrentada y titubeante en la defensa de lo más sagrado, que se mezcla con intereses políticos…
Este caos se pone de manifiesto, como no podía ser menos, en el interior de las personas que componen esta sociedad desnortada, que están apegadas a su dudoso presente, desdeñosas o ignorantes de su pasado y profundamente desconfiadas de su futuro; alienadas, la mayoría de las veces, de sus destinos en lo inmanente y en lo trascendente.
Sin embargo, algunos de los que percibimos este caos, seguimos confiando en que, finalmente, terminará por imponerse la armonía, como en los contenidos de nuestros mejores dramaturgos del Siglo de Oro; y no una aparente armonía de un orden injusto y opresivo, sino el que viene dado por el triunfo de los valores inherentes a la condición de seres humanos, a sus asociaciones naturales o voluntarias, al conjunto de una colectividad histórica llamada España.
Para esta confianza, contamos, en primer lugar, con la convicción de que Dios es el Señor de la Historia, a pesar de las inevitables dudas que alberguemos en nuestro interior; además de esta Fe, contamos con nuestra Razón, que nos va dictando en cada momento los posibles remedios contra tanto desafuero, arbitrariedad y confusión; y no olvidamos la guía de nuestros clásicos, que conviene ser adivinada más que imitada.
Y sabemos que, como en aquellos textos de los Siglos de Oro, todo debe volver a fundamentarse en la teología y en la metafísica, que serán capaces de llegar a entender los pueblos educados, al mismo tiempo que expresadas con la belleza de una poesía española que las contenga.