Creo en la historia
Creo en la historia
Tomo prestado el título de este artículo de un soberbio verso del poeta Daniel Pato Movilla (1922-2010) y, con él y muchos otros de todos los tiempos, abarco en esta creencia toda la dilatada trayectoria de este gran proyecto de convivencia ⎼con sus encuentros y desencuentros⎼ llamado España. Proyecto que, todo hay que decirlo, sospecho que ahora está en vilo por obra del actual Gobierno y de sus aliados.
Mi creencia en la historia ⎼la real, no la manipulada⎼ se fundamenta en que es cúmulo de causas y efectos, ejemplo permanente de lo que se hizo bien y de lo que se erró, expresión de lo más sublime y de lo más denigrante de algunos de sus protagonistas, como seres humanos que eran; por lo tanto, ejemplo palpable, referente y lección para nuevas generaciones. A lo mejor, por eso está empeñada la actual ley de Educación en que los españoles no conozcan su historia o la conozcan deformada.
El problema de las guías inspiradoras de esta ley educativa y, sobre todo, de la de memoria democrática no se circunscribe al franquismo lejano, aunque lo sitúen en la diana mediática para consumo de los incautos, sino que abarca todo el pasado nacional, que pretenden acomodar a sus designios ideológicos.
Hace algunos años que, con respecto al franquismo, el escritor Antonio Castro Villacañas explicó bien la cuestión: «Ser franquista hoy es un anacronismo, pero ser antifranquista es una tontería»; me permito discrepar de este último término, pues, más allá de la tontería, muchas actitudes merecerían otros más rotundos y, en algunos casos, incluso, el de felonía, por lo menos desde aquel Real Decreto 1791/2008, de 3 de noviembre (sobre la declaración de reparación y reconocimiento personal a quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura), aprobado con los votos del PP, por cierto, y sancionado con la firma del Rey. De aquellos polvos vinieron estos lodos.
La frase de Castro Villacañas se la oí repetir algunas veces al maestro de periodistas Enrique de Aguinaga, quien no llegó a ver llevado a la estampa su Prontuario del franquismo (del que tengo la suerte de poseer un borrador); a lo mejor, fue mejor para el bueno de Enrique no editarlo, pues quizás ahora viera su obra inscrita en el Índice Progresista, y no tanto por exaltación del fenecido Régimen, sino por recordar lo que muchos y conspicuos personajes públicos opinaban al respecto.
No están vigentes, por otra parte, aquellas palabras del presidente Felipe González: «Yo siempre he pensado que, si alguien hubiera creído que era un mérito tirar a Franco del caballo, tenía que haberlo hecho cuando estaba vivo», y la razón es que la pléyade de antifranquistas de hoy, o solo son herederos de los que no tuvieron redaños de hacerlo en su día, o solo se mueven, no por conocimiento o estudio, sino por consignas ideológicas, con objetivos más amplios que, como se ha dicho, van mucho más allá de la etapa del franquismo.
La Ley de Memoria Democrática constituye un grave atentado a la libertad de pensamiento y de expresión, a la cultura y a la investigación, y, especialmente, a cualquier perspectiva de convivencia pacífica y democrática de los españoles.
Con ella, se ha reinstaurado la censura previa (lo que nos retrotrae a la Ley Fraga) y, todavía peor, a la autocensura, esa que tanto mencionan quienes escribieron (de forma mediocre generalmente) durante el franquismo. Ahora, cualquiera que pretenda investigar, escribir, opinar y publicar deberá medir bien sus palabras, por si los numerosos fiscales e inquisidores que pueblan España consideran laudatorios los contenidos expresados.
La Ley de Memoria Democrática se inscribe dentro de lo que el doctor Luis Buceta Facorro denomina “asalto a la civilización”, que pretende convertir toda la historia es un test de lo políticamente correcto, asimilable a la furia iconoclasta que recorre todo Occidente (por supuesto, España), que derriba estatuas y censura los contenidos universitarios.
Como es lógico, esta ley está siendo ampliamente contestada por numerosos historiadores e intelectuales, que no pueden ser encuadrados precisamente con el epíteto denigratorio de nostálgicos del franquismo; y por otros muchos ciudadanos de a pie, que se ven obligados a sacar los esqueletos de sus armarios familiares para equilibrar la balanza de los juicios ideológicos; nunca se habían visto publicadas tantas relaciones en torno a las chekas, sobre las “escuadras del amanecer”, sobre Paracuellos, sobre la revolución de octubre del 34, y sobre el impresionante martirologio religioso, a pesar de la prudencia ⎼en ocasiones, taimada⎼ de la jerarquía eclesiástica.
Pertenezco a la generación de los 60, para la cual la Guerra Civil, sus antecedentes y consecuencias eran una mera referencia históricas, equiparable a la Guerra de Independencia o a la pérdida de las provincias americanas; el Gobierno español y sus aliados parecen pretender que se actualicen odios y rencores, quizás por un anacrónico, absurdo e imposible revanchismo.
Los versos de Daniel Pato que han encabezado estas líneas se completan así: «Creo en España, creo en la historia, creo en los hombres y creo en Dios». La única creencia que me flaquea ahora en con respecto a algunos hombres, pero en lo demás sigo firme. Y no me apearán de mis creencias por muchos ucases que echen sobre esta sociedad.