¿España en la cuerda floja?

Pedro Sánchez baila en la cuerda floja –y, con él, España– con sus concesiones y amnistías al separatismo, con la corrupción supuesta y judicializada, con el mayor índice de paro de Europa, y, en estas, toma partido; y todo esto sin olvidar la presencia de contingentes españoles, en misiones de paz, en las zonas calientes.


​​Publicado en la revista El Mentidero de la Villa de Madrid (4/JUN/2024). Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.

La circunstancia de España es, para decirlo de manera misericordiosa, burda, bronca y confusa, y la del mundo en general es caótica y peligrosa; aún no se ha llegado aquí, por fortuna, al vive peligrosamente, no entendible como consigna heroica, sino como consejo sumiso y paciente, y esperemos que nunca se alcance esa cota.

No obstante, y sin caer en escepticismos ni en un estéril pesimismo, nos podemos preguntar en qué momento de la historia desaparecieron de la vista del ser humano los sobresaltos, los riesgos y, en concreto, las guerras; señáleme un lector pacifista a ultranza una coyuntura en que no resonó el cruce de las armas. Habrá que concluir, por desgracia pero con realismo, que la guerra es consubstancial a la especie, por lo menos desde que quedó en la memoria colectiva el simbolismo de Caín y Abel.

Ahora estamos preocupados por la deriva del conflicto de Ucrania y, a la vez, por el de Oriente Próximo; no es que, de momento, suenen cercanos los cañones, pero sí son las guerras que ocupan las portadas de los medios; sin embargo, en páginas interiores, o ni siquiera en esas, se están perpetrando matanzas en otros lugares del globo, que pasan desapercibidas porque parecen estar demasiado lejos y no nos molestan a la hora del almuerzo.

En la actualidad, los conflictos, no obstante, nos cercan peligrosamente, tanto en el Norte del Continente como en el Este. Unos gobernantes sensatos procurarían mantener la calma, ser ecuánimes ante ellos y, sin olvidar los compromisos internacionales adquiridos, no hacer de estas guerras bandera de propaganda partidista o electoral, para que formen una espesa capa de niebla sobre los problemas internos. Por el contrario, los bandazos sobrevenidos, la precipitación ante las cámaras, las declaraciones sorpresivas, suelen encerrar actitudes de claro oportunismo y la pretensión de desviar la atención de propios y extraños hacia cuestiones más perentorias.

Un gobernante sensato –no digamos el que merecería alcanzar la condición de estadista– miraría lejos, espacial y temporalmente, estudiaría a fondo los orígenes de los conflictos y, en su caso, las razones de justicia que esgrimen las partes implicadas, en el caso se pueda hablar de criterios éticos cuando los que suelen provocar las guerras obedecen a intereses, más o menos ocultos, de los que no pisan ni por asomo las trincheras; ese gobernante sensato también tendría en cuenta las consecuencias de su posición, sopesaría las fuerzas con las que cuenta (no estrictamente militares), calcularía el grado de simpatías o antipatías de la población, y, sobre todo, el rol histórico que conforma lo que llamaríamos el ser nacional. Todo este proceso reflexivo podría llevar a una equidistancia, al uso adecuado de la diplomacia, a una participación directa o a una tarea de prevención para que la nación no se viera implicada. Pero ni Sánchez es Metternich ni Albares es, por supuesto, Baltasar Gracián.

Evidentemente, ante un conflicto exterior, las poblaciones aún ajenas al mismo suelen tener sus opiniones divididas, con simpatías o antipatías más o menos mediatizadas por sus próceres y por los medios que estos controlan; en la actualidad, esta mediatización tiene alcance global, pero, como constante, la opinión pública suele ser siempre una opinión publicada; máxime cuando las informaciones y la propaganda de guerra –inevitable– proviene de una sola fuente, y esta es muy prepotente.

En concreto, en el conflicto ucraniano, todo parece apuntar a que se trata de un pulso entre la prepotencia rusa, ansiosa de reinventar el Imperio de los zares, y el no menos prepotente Imperio USA, que tiene un papel estelar en los asuntos de Europa; humorísticamente (si cabe el humor en estos casos), se le llama la guerra de Biden. Uno, humildemente y a riesgo de estar equivocado, además de lo expuesto, opina que el conflicto, en el fondo, es una guerra civil, pero no me hagan mucho caso…

En cuando a la guerra de Oriente Próximo, nunca debe olvidarse que su origen (y el de las refriegas precedentes, y abundantes) estriba, nada menos, que en la chapuza de la Gran Bretaña, allá por 1948. En el caso concreto del conflicto actual, uno –también humildemente– pretender distinguir entre razones militares y fundamentos políticos de largo alcance, cosa difícil, y ello sin olvidar las inevitables consecuencias humanitarias que conlleva cualquier enfrentamiento; para resumir, no participa ni del feroz antisemitismo izquierdista sobrevenido ni de la cólera bíblica de Netanyahu.

¿A qué viene que el Gobierno español –parte de él, porque está dividido– entregue triunfalmente una millonada a Zelenski, en un momento precario de nuestra economía y con graves carencias presupuestarias de nuestro Ejército? ¿A qué viene la ocasión de ruptura de relaciones diplomáticas con Israel, con otra parte del mismo Gobierno apostando por la casi desaparición de este Estado?

Pedro Sánchez baila en la cuerda floja –y, con él, España– con sus concesiones y amnistías al separatismo, con la corrupción supuesta y judicializada, con el mayor índice de paro de Europa, y, en estas, toma partido; y todo esto sin olvidar la presencia de contingentes españoles, en misiones de paz, en las zonas calientes. Me temo que, con estos precedentes, jamás alcanzará la digna calificación de estadista…