Fuegos
Como cada verano, nos sobrecogen las noticias y las imágenes televisivas de los incendios. Veíamos hace muy poco las de una California ennegrecida, y, ahora, las de Grecia y Turquía; España tampoco se ha librado, pero por lo que sabemos y hasta el día de la fecha, no han alcanzado las llamas la envergadura de los lugares citados (algo peor en Cataluña, entre Barcelona y Tarragona) y los incendios han podido ser sofocados sin revestir la gravedad de otras latitudes. De hecho, no hay lugar donde los calores estivales se hayan unido a otras circunstancias para deforestar bosques, calcinar poblaciones enteras y provocar, en fin, desgracias por doquier.
La versión oficial ⎼repetida abundantemente por TVE⎼ es que los incendios son una consecuencia directa del cambio climático; no somos expertos en el tema y líbrenos Dios de pontificar al respecto, a la inversa de lo que sucede con esas informaciones elevadas a la categoría de dogma indiscutible. No obstante, algunas lecturas divulgativas nos han demostrado que no existe unanimidad científica sobre ese cambio climáticos de marras, que predominan las que lo reducen a la categoría de ciclos, poco manipulables por el ser humano, y, en fin, que existe suficiente controversia entre los especialistas para no convertir en artículo de fe las teorías de los nuevos profetas del fin del mundo; quedó bastante diáfano ⎼y sirva de ejemplo⎼ el caso de las famosas predicciones de Al Gore sobre el deshielo de los polos.
Descartemos, pues, lo que pueda haber de propaganda política y de doctrinarismo del ecologismo radical, y fijémonos, si se quiere, en el ámbito más próximo y conocido en España, de esas otras circunstancias como causa directa de los incendios de cada verano.
En primer lugar, concedamos un amplio margen al incivismo y a la picaresca en sus diversos niveles; sé de un caso concreto en que los incendios eran aprovechados de forma casual para que el propietario de unos terrenos ensanchara sibilinamente los lindes de su finca; las investigaciones de la Guardia Civil dieron su fruto, se descubrió la artimaña y en el lugar no se volvieron a repetir las llamas.
Si ampliamos el recurso a algo de más relevancia que una argucia campesina y de una picaresca de corto alcance, podemos recordar las épocas cuando, tras los aparatosos incendios, surgían como por ensalmo urbanizaciones de lujo, complejos turísticos e inmensos campos de golf para recreo de los más potentes; ocurrió algo de eso en zonas del Levante español y en Galicia, hasta que, al parecer, una tajante decisión de la Xunta presidida por don Manuel Fraga impedía esos aprovechamientos de las hectáreas de bosques quemados durante largos períodos de tiempo; ni que decir tiene que se frenaron en seco las actuaciones de los pirómanos a sueldo. La intencionalidad es, pues, la primera de las circunstancias.
Otra de esas circunstancias mencionadas en nuestros lares es la falta de limpieza de los parajes, abandonados a su suerte por desidia o incapacidad de las Administraciones; el ramaje caído en el invierno es yesca segura para el verano. Se nos ocurre que quizás la recuperación de la propiedad comunal (que ya reivindicaba José Antonio Primo de Rivera) abriría camino al cuidado de bosques y campos al ser considerado como algo propio por el vecindario de un municipio.
Se suele echar la culpa de algunos incendios a los excursionistas, y ello ha supuesto la prohibición absoluta de acampada; como eterno aprendiz de montañero, puedo decir que tengo muy claro el orden y policía que debo aplicar cuando me echo el morral a los hombros; en todo caso, es un objetivo más de educación que de represión, como tantas otras cosas; en mi memoria, no sé ni de un caso en que el descuido o la dejadez de algún senderista o escalador haya sido la causa de provocar las llamas. Ni incluso los desaparecidos fuegos de campamento, de los que también tengo larga experiencia y grato recuerdo.
Por fin, se me ocurre que no abundan precisamente las tareas de voluntariado para la repoblación de superficies quemadas o, en general, de zonas carentes de arbolado. Este voluntariado no sería acaso rechazado por muchos jóvenes solidarios de verdad (no ecologistas de boquilla) e incluso por quienes engrosan día a día las listas de paro y están en disposición física y mental de realizar un trabajo útil a la sociedad a cambio de un pago justo por la faena.
Al llegar a este punto, no puedo menos que echar mano de la historia ⎼siempre que no incurra en delito por no ajustarme a las memorias democráticas⎼ y recordar los campamentos y marchas de repoblación forestal que llevaron a cabo los afiliados del Frente de Juventudes (los montes de la sierra de Collserola, en Barcelona, sin ir más lejos), y que fueron actualizados por las Misiones Juveniles de la O.J.E.; pero en este punto prefiero no insistir, por modestia colectiva, pues soy de la casa…