¿Jóvenes enfermos?
El detonante de estas líneas de hoy fue un interesante reportaje de la revista El Semanal del pasado mes de enero, que informaba de diversas patologías juveniles detectadas por orientadores escolares, profesores y médicos.
Resumo para mis lectores el contenido más revelador:
- La Asociación Española de Pediatría afirmaba que «se han duplicado las urgencias psiquiátricas infantiles, los trastornos de conducta alimentaria, los casos de ansiedad. Trastornos obsesivos-compulsivos, depresión, autolesiones e intentos de suicidio en adolescentes».
- El último informe del Instituto Nacional de Estadística reconocía que «el suicidio es la principal causa de muerte no natural en las personas de entre 15 y 29 años».
- La directora de Sensibilización y Política de Infancia de UNICEF-España decía por su parte que «el 20,8% de los jóvenes entre los 10 y los 19 años sufre trastornos mentales, cinco puntos por encima de la media europea».
El mencionado reportaje apuntaba la hipótesis de que la causa de este desolador panorama era la pandemia de la covid-19, con los consiguientes confinamientos y restricciones sanitarias, que “han dejado huella emocional que tendrá consecuencias a largo plazo en niños y adolescentes”; como rasgos generales, aparecen “la apatía, la desgana y la tristeza” en los alumnos, que “se corresponden con actitudes de irascibilidad y de ira” en las familias; no quedaban al margen de estos síntomas y dolencias las adicciones tecnológicas.
Por supuesto, no descarto en absoluto la terrible influencia de la pandemia, pero dejo constancia de que no toda la responsabilidad de esta atroz situación en la infancia y en la juventud ha de atribuirse al virus que nos invadió hace un par de años. Echo mano de mi propia experiencia como docente y educador de muchos años y recuerdo, para empezar, unas palabras del psicólogo de mi instituto de entonces: “Está subiendo una juventud enferma y nos queda mucho por ver todavía”. Lo pude ir comprobando personalmente en el día a día como profesor y tutor orientador en Secundaria; fueron muchas las horas dedicadas, además del trabajo en el aula, a entrevistas con los alumnos a mi cargo y con sus familias, curso tras curso.
Junto a situaciones normales, que se correspondían claramente con esa maravillosa y, a la vez, dolorosa, etapa de la vida que es la adolescencia, pude comprobar muchos casos en los que se daban todos los síntomas descritos en la citada revista, incluyendo las autolesiones y algún conato de suicidio. Conforme avanzaban los años de mi profesión, iba detectando más elementos compatibles con esas patologías juveniles; y todo eso, claro, mucho antes de que apareciera la covid y sus secuelas psicológicas y sociológicas.
Por lo tanto, tenía y tengo bastante claro que esas situaciones en mis alumnos y tutorandos se producían por una serie de factores causantes, la mayoría de ellos ajenos a la dinámica de crecimiento y desarrollo de las edades de la infancia y de la juventud.
Alguno de ellos se centraba en el ámbito familiar, concretamente en aquellas situaciones de desestabilización que marcaban a los hijos: rupturas traumáticas, separaciones o divorcios, acompañados a veces de malos tratos o manipulaciones; también, el abandono del rol respectivo de los cónyuges, en orden al acompañamiento, la asistencia, el cariño o la necesaria autoridad, cuando no la sobreprotección. Todo ello pesaba sobre mis alumnos antes de pisar las aulas.
No eran ajenos los componentes propios del sistema educativo, en el que, junto a la absurda preponderancia de los psicologismos oficiales y de moda (conductismo, constructivismo, ahora competencias…) se podía detectar, desde los orígenes de la escolarización en la Preescolar y la Primaria, lo que llamaríamos la alargada sombra de Rousseau y su pedagogía naturalista (su majestad el Niño); se adolecía de hábitos de esfuerzo, de constancia, de disciplina, mientras se realzaban posturas de esa panacea llamada tolerancia y se empezaba a practicar un igualitarismo a ultranza.
Aunque parezca tópico, tenía mucho que ver el vacío de valores social, empezando por los religiosos; también, la cultura del pucherazo, tan arraigada en la sociedad civil y en la política, invitaba al consejo orientador ━contra el que me esforzaba en lidiar━ de “ganar mucho dinero y trabajar poco”. Los referentes o modelos se limitaban al candelero mediático, como es evidente. Por otra parte, un carpe diem, tomado en su interpretación más cerrada y hedonista, impedía cualquier aceptación gustosa de una herencia cultural y, a la vez, de expectativas ilusionadas para el futuro que la sociedad iba a depararles.
El impacto de la enseñanza informal (cine, televisión, Internet…) ya permitía adivinar síntomas de adicciones tecnológicas y de transmisión contagiosa de las improntas del mundo adulto. A ello se unían carencias de una socialización juvenil responsable, por desconocimiento (o inexistencia) de una enseñanza no formal en el tiempo libre y el asociacionismo.
Claro que no vale generalizar, y un excelente alumnado se iba abriendo paso, desde la selectividad, lo largo de mis años de docencia y tutoría, con una preparación para los estudios y para la vida de la que, modestamente, me siento corresponsable y orgulloso.
Tras leer atentamente el reportaje de El Semanal, mi conclusión fue clara: no existen, ni ahora ni antes, unos jóvenes que han enfermado por sí mismos ni tan solo por la aparición de la pandemia; las patologías que se advierten a un ritmo creciente en niños y adolescentes les han sido transmitidos por la sociedad adulta, y el contagio ha adquirido, por la debilidad de estas edades, una mayor virulencia y visibilidad.
Posiblemente, sea esa parte de la juventud no contaminada, o los curados y restablecidos, los que, algún día no lejano, puedan sanar a la sociedad de esos otros virus que nos rodean.