Lágrimas de cocodrilo

Si la Constitución del 78 hacía agua –como ocurre más aceleradamente en estos momentos–, no parece existir recambio alguno que sostenga a los ciudadanos en su identificación con una tarea histórica.


​​Publicado en la revista El Mentidero de la Villa de Madrid (7/MAY/2024). Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.

Acabado el sainete (o vodevil, esperpento o frustrada rima becqueriana, como deseen) de Pedro Sánchez y sus lamentos de amor, hablaremos de cosas más serias y preocupantes.

¿Puede extrañar a nadie el resultado de las pasadas elecciones autonómicas del País Vasco? Yo no encuentro estupidez más clamorosa que los lamentos por lo que llaman «despego constitucional», pues se trata de un problema de mucho más calado: de un despego a la noción de España. Y a la vuelta de la esquina –en una semana– contemplaremos, si Dios no lo remedia, otro desentendimiento –o animadversión– semejante, en cuanto se vean los resultados de los comicios en Cataluña.

Es común en los medios no adictos echar la culpa al PSOE, en su versión casi única de sanchismo, por la interesada política de pactos y de componendas con los grupos separatistas. Sin embargo, si nos aventuramos a una búsqueda de responsabilidades –si se quiere, ahora estéril–, la mirada debe ser mucho más amplia, de forma que incluya a casi todos los grupos políticos nacionales; y, en el tiempo, remontarnos a las necias políticas que sustentaron el proceso de la Transición.

Entonces comenzó la cobardía de silenciar hasta el propio nombre de España, por el prurito de marcar distancias con un ya fenecido franquismo, ese que ha renacido como coartada infalible de la izquierda para tapar sus vergüenzas, en medio del mutismo de la derecha para no ser señalada como heredera, y ello a pesar de aquella condena parlamentaria unánime en el transcurso de la mayoría absoluta del Sr. Aznar; es lo que tienen las complicidades, que, sin que medie mucho tiempo, se vuelven a contra de los copartícipes de una felonía.

España, como concepto, idea e incluso término, quedó borrada de los discursos oficiales, sustituida por «este país» y «Estado español»; y, si volvemos a mencionar al Sr. Aznar, será para acordarnos de su alistamiento, con armas y bagajes, en el inane patriotismo constitucional de Habermas, en clara exclusión de cualquier otra forma de adhesión española que no se circunscribiera a los cánones de la corrección política. Evidentemente, si la Constitución del 78 hacía agua –como ocurre más aceleradamente en estos momentos–, no parece existir recambio alguno que sostenga a los ciudadanos en su identificación con una tarea histórica.

En consonancia con estas directrices, España, su historia y su proyecto, desaparecieron de las aulas de enseñanza; toda educación en el patriotismo –a la manera de las demás naciones de nuestro entorno– se perdió de vista, y las sucesivas generaciones fueron surgiendo sin el menor referente en cuanto a la lealtad a la Casa Común de los españoles.

De forma paralela, se incentivó hasta el paroxismo el culto al localismo regional, como único relato inadmisible; esa veneración hacia los hechos diferenciales constituyó el caldo de cultivo para que los anacrónicos nacionalismos internos, ahora adoptados por la Nueva Izquierda como forma de dedicación exclusiva a unas minorías oprimidas, fueran creciendo en popularidad y el relieve político, en ningún de las legislaturas nacionales se dejó de alimentarlos generosamente, con la absurda pretensión de que las dádivas suavizarían su sed de soberanía irredenta, eso aparte de la antidemocrática compra de votos y de favores para sustentar mayorías parlamentarias en el Congreso o en el Senado.

La Constitución del 78, esa que suscita hoy grandes lamentos por el despego que sienten hacia ella numerosos votantes, se mostró desde un principio susceptible de servir para un roto y para un descosido; más crudamente, podemos afirmar que de aquellos polvos vinieron estos lodos. En este momento en concreto, los lamentos constitucionalistas vienen a ser lágrimas de cocodrilo.

Dicen ahora que, tras la evidencia de los comicios vascos, «ETA ha ganado la partida sin necesidad de matar», pero omiten recordar quiénes recogían las nueces del nogal de la bomba lapa y del tiro en la nuca; serán ellos quienes posiblemente presidan las instituciones autonómicas vascas, con el apoyo, tan contradictorio por otra parte, del sanchismo: el nacionalismo del PNV, que está, ideológicamente, a la derecha de D. Pedro el Cruel, ya está sustentado por el Marxismo Cultural de Sánchez, mientras, en el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo, serán los herederos de la ETA los avaladores del gobierno nacional, en componenda con el secesionismo catalán, sea el de ERC, sea el del partido presidencialista de Puigdemont.

El nacionalismo, por otra parte, sea más o menos adversario de la unidad de España en grado, es una especie de virus que se irá extendiendo a modo de pandemia, por territorios y mentalidades; ya hemos visto lo que ocurre en Galicia, y los asomos, hasta ahora parece que folclóricos y triviales de Asturias; andalucismos, castellanismos y quién sabe cuántos más ismos irán socavando España y las conciencias de los españoles, ayunos por completo de una concepción exacta y cabal de españolidad; y no digo de españolismo, basado en la pura oposición o en una interpretación de charanga y pandereta.

Hace falta urgente, de forma decidida y enérgica, una clara definición de España, varia y plural pero unida indefectiblemente. Por encima de las políticas que la están poniendo diariamente en almoneda. Y, por supuesto, por encima de los partidos. 

En una democracia de verdad caben todos los desafectos y desacuerdos con posturas, leyes e instituciones; lo que no cabe –como ocurre en otras naciones europeas imitables en este punto– son los constantes desafíos a la integridad de una patria.