¿Lastre o tesoro?

3/ENE.- Cada principio de año nos sumimos en profundas meditaciones y tenemos la tentación de aligerar este cargamento de recuerdos y dejar huecos hábiles en nuestro hogar, pero siempre nos resistimos tenazmente a ello, porque nos parece que constituiría una especie de traición a nuestro pasado, a unas etapas ilusionadas e ilusionantes; así, como mucho, recolocamos los tesoros:...


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¿Lastre o tesoro?


¡Hay que ver la cantidad de objetos, recuerdos, trebejos y chismes que llegan a acumularse en un domicilio particular! Los que ya contamos algunos años en nuestro haber -vamos a llamarle, piadosamente, que hemos llegado a una edad madura- hemos ido guardando celosamente elementos que han significado o siguen significando para nosotros evocaciones constantes de distintos momentos de nuestra vida; esa acumulación no sabemos, a veces, si se debe a su posible utilidad o responde a una mera nostalgia. No es extraño que su persistencia entre nosotros sea origen de amables discusiones con la cónyuge respectiva en pro de su permanencia o desaparición…

En mi caso particular, además de una copiosa biblioteca y una (desordenada) hemeroteca, prevalecen los que presidieron momentos gozosos de mis años mozos; concretamente, para ser más claro y sin tapujo ni vergüenza alguna, los de mi trayectoria en las actividades del Frente de Juventudes: insignias, metopas, banderines de campamentos, distintivos…, y no digamos fotografías añejas, aquellas que tomábamos con cierta prevención de ahorro económico, por lo que costaba el carrete y su revelado.

Cada principio de año nos sumimos en profundas meditaciones y tenemos la tentación de aligerar este cargamento de recuerdos y dejar huecos hábiles en nuestro hogar, pero siempre nos resistimos tenazmente a ello, porque nos parece que constituiría una especie de traición a nuestro pasado, a unas etapas ilusionadas e ilusionantes; así, como mucho, recolocamos los tesoros: escondemos aquel tótem de una acampada o aquella piedra guardada como testimonio de una ascensión, sacamos el polvo del viejo piolet de madera que ahora sirve de adorno, sustituido por otro más moderno, o nos pasamos una tarde abriendo y cerrando cajas donde hemos depositado objetos, alguno de los cuales puede ser reminiscencia de una lejana infancia, pero no nos atrevemos, al cabo, a desprendernos de nada.

Quién sabe si algún día nuestra manía dará lugar a una revalorización de este material por parte de nuestros descendientes, dotados de cierto orgullo; por el contrario, hemos comprobado -tristemente- como algunas colecciones de amigos ya fallecidos ocupan hoy día un lugar en tenderetes y puestos de rastros o encantes, situación ocasionada por la renuncia de hijos y nietos desaprensivos a la memoria de sus deudos; no en pocas ocasiones, esta actitud encierra un a modo de ocultación de sus orígenes familiares no políticamente correctos; claro que, en casos más curiosos y sangrantes, se han quemado lo que podrían ser pruebas de testimonios non sanctos para brillantes carreras políticas actuales. Espero que este no será mi caso…

Lo cierto es que los mercadillos de ocasión están repletos de estas que llamaríamos chucherías familiares; abundan, por ejemplo, desde el final del siglo anterior emblemas y condecoraciones de la extinta URSS, cuyos donantes se han fabricado apresuradamente un linaje democrático; en el excelente libro “Italia fuera de combate”, de Ismael Herráinz se cuenta que las aguas de las alcantarillas de Roma bajaban repletas de emblemas fascistas, y es que en todas partes cuecen habas, como se puede comprobar fácilmente en nuestros lares desde la Transición.

Se me argumentará que este abandono es legítimo, y que estas acumulaciones propias de gente guardadora (en expresión del olvidado escritor Francisco García Pavón) solo representaban algo para quienes vivieron sus propias experiencias; discrepo: sin entrar en matices ideológicos, todo ello forma parte de vivencias personales propias de cualquier comunidad histórica que se precie.

También se me ocurre que lo mismo sucede con los legados históricos colectivos que han heredado los pueblos y las naciones, de su tradición, que no es decente ocultar por mucho que hayan cambiado las circunstancias; mucho menos, expurgar de los museos públicos aquella parte del pasado que puede molestar a los detentadores del presente, como está ocurriendo en España.

Parte de un legado tradicional habrá perdido actualidad, como es lógico; entonces, sin olvidar lo sustantivo, lo esencial del pasado nacional, deberá ser sustituido en la vida práctica de cada día, especialmente en lo adjetivo; recordemos que el mejor homenaje que podemos rendir a un clásico, al que se esforzó de alguna forma por la colectividad en el pasado, no es repetir lo que él hizo en su momento, sino adivinar lo que haría si se encontrara en el nuestro, con las mismas o con otras ideas de moda. Esa sustitución o cambio merece ser llevada a cabo con total respeto, manteniendo la huella del clásico en cuestión como muestra de respeto y de acicate para el futuro.

Otra parte del legado histórico, el que corresponde a la esencia de una patria, deberá ser conservado y mejorado constantemente; esa mejora puede incluso encerrar radicalidad revolucionaria (del latín, res novae, cosas nuevas), pero no debe ser olvidada ni anulada en la memoria de quienes les suceden en el tiempo. Esa memoria acumulada constituye un precioso tesoro, no un lastre prescindible al antojo de otras generaciones olvidadizas.

Volviendo a mi particular colección de recuerdos, afirmo que ni olvido ni reniego de nada, aunque siempre procuraré que una legítima nostalgia no sirva de freno para vivir el presente: mi presente y el de todos los españoles. Me viene a la memoria la estrofa de una vieja canción, que cantaron muchísimos jóvenes de tres o cuatro generaciones, que aseguraba que de la entraña del pasado nace mi revolución. De la entraña viva y permanente, evidentemente, pues la historia -aunque muchos lo estén intentando aviesamente en su parte más negativa- nunca se repite.