¡Todos veganos… o algo así!
Poco a poco nos van recortando, ya no solo los derechos cívicos por las normas sanitarias o, pongamos por caso, la independencia de la judicatura, sino muchos ámbitos personales de libertad o de, en expresión tan española, de hacer la real gana. Sé que es una tendencia imparable en todo el mundo occidental, sometida a la dictadura de la corrección política, pero en España lo estamos notando mucho más, dada la particular idiosincrasia de quienes nos representan (¿), nos conducen y guían desde las aulas, los medios de difusión o de propaganda, y quienes nos dirigen, posiblemente dadas las características del Sistema al que todos ellos obedecen.
Por ejemplo, me acabo de enterar de que hay unas horas determinadas en las que se recomienda planchar, poner la lavadora o escuchar música, con el fin de que la indescifrable factura del consumo resulte más barata. ¡Qué le vamos a hacer, si estamos sometidos a las exigencias del dios-Mercado y nuestro gobierno no cuenta entre sus proyectos sociales un cierto control de las Eléctricas.
Tratando de otro tipo de limitaciones, no necesariamente derivadas de la pandemia, me referiré a las que afectan a usos y costumbres tradicionales, que ríanse ustedes de aquella asonada de las capas y los sombreros que perturbó el mandato del ilustrado Esquilache; en nuestros días, no se espera ningún motín callejero como aquel, pues vamos estando acostumbrados a tragar con lo que nos echen.
Precisamente, pondremos como ejemplo el tragar, o, mejor dicho, de saborear los placeres de la comida, la bebida y la gratificante sobremesa; pongamos por caso que un servidor desea degustar un chuletón abulense o un entrecot, regado con un buen vino y seguido de un café, una copa, y, en agradable tertulia con los amigos comensales, fumar una pipa de oloroso tabaco. ¿Cuántas leyes, decretos, ordenanzas, normas o recomendaciones habré vulnerado con esta descripción de sensaciones gustativas u olfativas?
Empecemos por lo de la carne, cuyo consumo ⎼Sánchez dixit⎼ debe ser limitado, a causa de que los animalitos, en este caso concreto el buey o la ternera, causan mucho CO2 en sus liberaciones naturales, lo que repercute malignamente en ese cambio climático de marras. Igual ocurriría si me decantara por el cordero o el cerdo (con perdón), pues, a pesar de que las emanaciones tóxicas pueden ser menores dado el tamaño, los santones del Animalismo me pondrían inmediatamente en la picota, ya que nos consideran a los seres humanos iguales en dignidad que a los irracionales susodichos; y, si se tratara de huevos, gallinas u otras aves, no dejaría de haber quien nos recordara que estábamos respaldando una violación, como dijo cierta señorita que entendía de ello. Nos queda el recurso de convertirnos todos en veganos… o algo así, pero esta obligación aún no se ha publicado en el BOE…
Lo del vino también podría ser objeto de anatema, sobre todo si recurrimos a las hemerotecas y recordamos que cierta ministra de Rodríguez Zapatero (de cuyo nombre no quiero ni acordarme) afirmó seriamente que se trataba de “un producto tóxico”, con lo cual estuvo a punto de levantar en armas a todos los cosecheros de España, sin distinción de comunidad autónoma. Ahora, lo que priva es el botellón, teóricamente prohibido pero tolerado para esparcimiento de los jóvenes a quienes nunca se ha educado en la mediterránea cultura del vino.
Los partidarios de la bioideología de la salud, por su parte, me pondrían peros a lo del café y la copa, por representar atentados contra mi sistema nervioso, mi estómago o mi permiso de conducción; de momento, salvo en esto último, no parece haber, de momento, dictados coercitivos al respecto.
Y, por supuesto, lo que cae bajo una completa excomunión de la religión secular es que me lleve a la boca mi pipa y la encienda en el curso de la sobremesa; ¡malhaya del fumador hoy en día, sobre el que llueven persecuciones sin cuento y al que se ha llegado a culpabilizar de la propagación del covid! En cambio, está bien visto el “porro”, que confiere sello de progresismo y otorga dignidad social, así como otras sustancias que no son precisamente esa planta nefasta del tabaco que se ha fumado en Europa desde el siglo XVI y que ha sido proscrita por la democracia a finales del XXI.
Naturalmente que todo lo anterior responde a un animus iocandi y que he exagerado algunos extremos, pero sirva como ejemplo de una larga serie de coacciones mentales a las que estamos y estaremos paulatinamente sometidos. En su análisis crítico de la sociedad soviética, Herbert Marcuse decía que, en ella, el individuo actúa y piensa ´moralmente´ en la medida en que fomenta con sus pensamientos y acciones los objetivos y valores establecidos; ahora ya no hacen falta gulaks, ni campos de reeducación para los disidentes: basta el vacío social, las miradas conminatorias del conciudadano, el dedo implacable que te señala… y las normas y decretos oficiales, hasta llegar al ostracismo total.
Podría establecerse una estrecha relación entre el progresismo y un puritanismo que deja en mantillas a Savonarola; la influencia de esas bioideologías nombradas y de otras más oficiales van a ir cercenando, desde lo anecdótico hasta lo más profundo, nuestros ámbitos de libertad personal, esos de los que tanto blasonábamos los europeos.
No hace falta llegar al cumplimiento de la agenda España 2050 que anunció a bombo y platillo Pedro Sánchez, incapaz por otra parte de prever el 2022; mucho antes de esa Gran Utopía Global, poco a poco, sin prisas pero sin pausas, se irá imponiendo el más feroz totalitarismo democrático que recuerda la historia.