Contra la legítima defensa
Publicado en primicia en la sección opinión del digital Sevilla info (21/MAY/2024), posteriormente recogido por La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.
Dos hechos relativamente recientes vendrían a cuestionar o restringir la aplicación de la legítima defensa como eximente de responsabilidad criminal que, en términos generales, es la que se ejerce mediante una respuesta proporcionada ante una agresión ilegítima y no provocada. Estos hechos son el nuevo documento vaticano «Dignitas infinita», y una sentencia de la Audiencia Provincial de Ciudad Real condenando a seis años y tres meses de prisión, por homicidio con dolo eventual, a un octogenario que mató de dos tiros a quien había entrado a robar de madrugada en su casa y estaba agazapado en un rincón.
El documento vaticano (muy acertado en general respecto a otros asuntos) porque, pese a «reafirmar el derecho inalienable a la legítima defensa», resulta ambiguo cuando condena la guerra de modo tajante y sin excepción; lo que implicaría rechazar también la denominada guerra justa, admitida desde siempre por la Iglesia como legítima defensa colectiva ejercida por una nación frente a la agresión injusta de otra que, si no hallase respuesta, quedaría inerme frente a cualquier potencial agresor. Y la sentencia donde intervino un jurado popular de Ciudad Real, porque al apreciar en su veredicto las circunstancias del caso, consideró que no hubo proporcionalidad en la respuesta del anciano contra quien se presume que sólo entró en su casa para robarle algunas herramientas, pero sin ánimo de producirle ningún daño personal: angelical presunción que exigiría un acto de fe digno de mejor causa, que la de proyectarla sobre quien contaba con amplio currículo de antecedentes penales. Está claro que lo más fácil es valorar la proporcionalidad de la respuesta a posteriori, cuando se analizan los hechos fríamente una vez sucedidos; porque apreciarla al momento de ejercitarla exige ponerse en los zapatos y en el estado anímico personal y circunstancial de quien padece la amenaza, empatía que no está al alcance de todos.
En un país ideal donde reinase el amor universal y el buen rollito, y donde quienes se introdujeran subrepticiamente en los hogares ajenos sólo lo harían para depositar anónimos regalos de buena vecindad y colocar píos imanes en las puertas del frigorífico con edificantes citas evangélicas, la reacción de un anciano disparando a un intruso que encontrase escondido en un rincón de su casa, sería algo tan bárbaro como desmedido y reprobable. Y lo mismo cabría decir respecto a las naciones que respondiesen violentamente a la invasión de cariñosos ejércitos que fueran repartiendo besos y flores entre la ciudadanía, como Pedro Sánchez nos reparte sus dolientes cartas de enamorado.
Pero desgraciadamente, nuestro mundo dista mucho de esos paraísos terrenales, y exigir respuestas muy comedidas y hasta seráficas (como aquella de nefasto recuerdo del «ETA escucha, aquí tienes mi nuca», tras cada atentado etarra) suele resultar, no ya de comprobado éxito para asesinos y criminales en general, sino que además proporciona una añadida burla para las víctimas. Y esto sea dicho sin valorar los pedagógicos efectos inhibitorios que operan en el ánimo de los delincuentes lo de toparse con reacciones tan drásticas como la del librero anciano de Ciudad Real. Así como también, para las naciones invasoras, encontrarse con respuestas defensivas tan poco caritativas como las que tuvimos que ejercitar los españoles en sucesivos momentos de nuestra historia. Aunque quizás hoy, aquellos episodios de la Reconquista y del 2 de mayo, fueran también actuaciones repudiadas hoy por desproporcionadamente violentas y poco caritativas frente a quienes sólo querían lo mejor para nosotros.