Falange y democracia orgánica
Toda democracia que se precie exige que el poder esté legitimado por el consentimiento de quienes han de acatar las medidas aprobadas por sus gobernantes, un consentimiento obtenido bien con arreglo al sufragio universal (en las democracias inorgánicas) bien con arreglo a las relaciones sociales tradicionales (en las democracias orgánicas).
Falange, como es sabido, se decantó por el modelo propuesto por las democracias orgánicas, aquéllas donde el sujeto aparece representado de manera colectiva a través de los órganos naturales de representación (la familia, donde se nace; el municipio, donde se vive; y el sindicato, donde se trabaja) y no de manera individual a través de los partidos políticos tal que ocurre en las democracias inorgánicas de corte liberal.
En una democracia orgánica no basta, pues, con ser ciudadano con derecho a voto, es preciso ser padre de familia, vecino de un municipio o trabajador de un gremio sindical; dicho de otra manera, debe estarse cualificado ⎼por propia experiencia vital⎼ para participar en los cauces naturales de representación y, así, en las tareas del Estado y el control de su actividad.
Por el contrario, en una democracia inorgánica, el individuo queda relagado a la categoría de mero votante que, hasta nueva convocatoria electoral, delega toda tarea de gobernanza estatal en manos del partido vencedor en las elecciones de turno.
A la postre, si las democracias orgánicas se basan en la calidad, las democracias inorgánicas lo hacen en la cantidad, esto es, en la mayoría numérica del partido más votado, lo cual no significa que el mismo sea necesariamente el mejor para la nación ni el más cualificado para la gestión ni tampoco el más honesto en aras de la justicia.
Por eso las democracias inorgánicas aparecen casi siempre aquejadas de sectarismo, división, enfrentamiento y disolución, muy al contrario que las democracias orgánicas, armónicas y cohesionadoras per se.
Teorizada en España por socialistas como Fernando de los Ríos, liberales conservadores como Salvador de Madariaga o krausoinstitucionalistas como Giner de los Ríos, la democracia orgánica será comúnmente asociada al largo mandato del general Franco, aunque éste únicamente la puso en marcha (y de manera muy limitada, ya que buena parte de los candidatos a los tercios familiar, municipal y sindical en las Cortes lo eran a dedo, lejos de los postulados joseantonianos) desde 1966, cuando se aprueba aquí la última de las Leyes Fundamentales del Régimen salido de la Guerra Civil: la Ley Orgánica del Estado.
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