EDITORIAL
En busca de culpables
Lo importante es desacreditar a un segmento social determinado –ideológico o de edad–, que, en su heterogeneidad, no puede defenderse.
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En busca de culpables
La búsqueda de un chivo expiatorio es un rasgo común de la humanidad más cobarde desde sus orígenes; el atávico mecanismo consiste en tener a mano una víctima propiciatoria en la que se pueda descargar la ira de los dioses y, así, salir indemne el resto de la tribu.
Este fácil recurso se usa mucho en política y entre los malos historiadores, especialmente cuando la tribu es ignorante y queda a merced del hechicero de turno, que –no hay ni que recordarlo– se las sabe todas en punto a la ingeniería social y de manipulación.
Cuando se trata de la historia de España del siglo XX y, en concreto, de la guerra civil y del franquismo, solemos ser los falangistas ese chivo expiatorio; los hechiceros y chamanes, tanto de la derecha como de la izquierda –en eso están de acuerdo– nos colocan en el ara de los sacrificios ad maiorem gloriam de lo que llaman democracia.
Con la actual crisis de la pandemia, y dado que nosotros estamos callados y somos fieles cumplidores de las normas (tanto de las lógicas como de las ilógicas por aquello de dura lex, sed lex, el Sistema y sus valedores han encontrado otro chivo expiatorio en los jóvenes, así, a bulto.
Ellos –los jóvenes– son los únicos culpables de los rebrotes y de las infinitas olas que nos aguardan; ellos –los jóvenes– celebran sus fiestas clandestinas, ellos se niegan a usar las mascarillas y, por supuesto, ellos son los portadores exclusivos del maldito virus. Lo importante es culpabilizar o demonizar a un segmento social determinado –ideológico o de edad–, que, en su heterogeneidad, no puede defenderse.
¿Son todos los jóvenes unos irresponsables? Alguno habrá, claro, pero también se pueden encontrar irresponsables, por ejemplo, en los jubilados que desprecian olímpicamente las normas más elementales, en la hinchada de los clubes de fútbol, en los asistentes a espectáculos o en los participantes en esas carreras urbanas (que, por cierto, se mantienen); y, a lo peor, en el allegado con el que compartiremos mesa y manteles.
Lo que ocurre es que el absurdo genérico de la juventud suscita dudas y temores, acaso por el poco predicamento que el Sistema tiene entre ellos, y se aprecia como un enemigo potencial al que desacreditar de antemano. El Sistema está perdiendo a muchos jóvenes que, con toda razón, desconfían de él y de sus promesas, de sus partidos de izquierdas y de sus partidos de derechas, de las bondades de una supuesta democracia que no tiene de tal más que el nombre.