HUELLAS DE NUESTRO PASO

Editorial y caballero

Había en Sigüenza algo que yo necesitaba ver más que otra cosa, que deseaba ver desde los diez años y que, por aquellas cosas –y mira que me he pateado España; pateado literalmente, en muchas ocasiones– nunca había logrado contemplar: la estatua del Doncel.

Artículo publicado en La Razón de la Proa (LRP) de marzo de 2020, recuperado para ser nuevamente publicado en abril de 2023Solicita recibir el boletín semanal de LRP.

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Editorial y caballero

Editorial y caballero


Hace un par de años, pasé los primeros días de diciembre en Sigüenza, más que nada para hacernos la mínima ilusión de que aquel año habíamos tenido vacaciones después de que las genuinas, las de verano, quedaran truncadas por una grave lesión de mi esposa. Nada, cinco días no hacen vacaciones, pero ya queda dicho que se buscaba la ilusión, más que la realidad.

No voy a describir todo lo que hicimos en Sigüenza aquellos días; diré que la visitamos, que gozamos de su gastronomía y que pasamos un frío lacerante, lo que, dicho por mí, que nunca paso frío, tiene su valor. Pero una mínima de diez grados bajo cero, como creo que llegamos a estar una de esas noches, achanta al más valiente y eso que yo, en cuestiones térmicas, soy un valiente de Laureada.

Pero había en Sigüenza algo que yo necesitaba ver más que otra cosa, que deseaba ver desde los diez años y que, por aquellas cosas –y mira que me he pateado España; pateado literalmente, en muchas ocasiones– nunca había logrado contemplar: la estatua del Doncel.

Para comprender ese anhelo, habrá que remontarse más de cincuenta años atrás, cuando, a los diez, empecé el Bachillerato y cayó en mis manos, por primera vez en mi vida, un libro de la famosa FEN (Formación del Espíritu Nacional), el primero de una serie que habría de constar de seis o siete y que era, como todos los demás, de Editorial Doncel.

Doncel era la editora de la entonces recientemente constituida Secretaría Nacional de la Juventud (la sucesora, ya bastante descafeinada, de la Delegación Nacional de Juventudes): estábamos, conviene recordarlo, en 1965, en pleno régimen franquista e iniciándose lo que, salvadas las distancias, podía denominarse su etapa dulce o, como después efectivamente se llamó, el tardofranquismo, es decir la adaptación de las estructuras del régimen a los nuevos tiempos económicos (desarrollismo y anhelo de Mercado Común Europeo), políticos (puntapié definitivo a la Falange o a lo poco que quedaba de ella y entrada de la tecnocracia opusdeística de corte liberal) y sociales (nacimiento y desarrollo de una nueva y extensa clase media); incluso religiosos, con el Concilio Vaticano II que supuso la descalificación de hecho del nacionalcatolicismo que había sido puntal del sistema y que, de hecho, lo seguiría siendo aún hasta el final del mismo.

El libro (y los demás que le seguirían, pero ése fue el primero) tenía en las guardas una imagen, la imagen de un joven guerrero medieval recostado y leyendo, a su vez, un libro. La imagen era en blanco y negro, fotográficamente hablando, pero era, en realidad, una escala de grises muy blanquecina y suave. Y, bueno, allí se quedó. El Doncel.

Con los años, fui sabiendo que el Doncel era don Martín Vázquez de Arce, que murió muy joven (25) en la vega de Granada, cuando, combatiendo contra los moros con el duque del Infantado, fue a socorrer a una fuerza que lo estaba pasando mal junto a una denominada Acequia Gorda.

Lo de doncel sería, claro, por soltero, por mancebo, que así se les denominaba en el castellano de entonces (y creo que la palabra con ese significado la conservan todavía en plena vigencia los judíos sefardíes). Pero nunca llegué a entender, salvo ese detalle de la juventud, la asociación entre la editorial y don Martín.

También con los años deduje que la estatua, un guerrero armado leyendo un libro, encarnaba el ideal de hombre falangista, el hombre de acción y el intelectual en una sola persona, esa difícil síntesis que tan frecuentemente ha acabado dando en el cadalso o en el exilio con los pocos que la han llegado a asumir plenamente, porque esta España parricida puede soportar a los hombres de acción o –mal– a los intelectuales, pero muy difícil y raramente a quienes aúnan ambas condiciones.

Seguramente de ahí le vino a la editorial –recordemos que al servicio de la estructura juvenil del régimen– si pensamos que esa estructura juvenil era, precisamente, el último vestigio más o menos falangista del franquismo.

La estatua, además, es un ejemplar rarísimo en el arte gótico, porque se trata de una estatua funeraria que no está yacente: el joven, con su armadura puesta (y muy detallada por el escultor) está cómodamente recostado, aún con cierta indolencia al tener las piernas cruzadas, leyendo un libro sobre un cojín de laurel.

El laurel sobre el que reposa una estatua yacente –o más o menos, como la que nos ocupa– indica que la persona representada ha muerto en combate.

Y hasta aquí todo lo que sé del Doncel.

De alguna manera, el Doncel se convirtió para mí en algo miserioso, idealizado, desde luego, y sugerente. Esa juventud y esa serenidad que irradia la estatua, ese contraste entre el libro que lee con indudable fruición, como denota esa postura cómoda y relajada, y esa armadura que denota una entrada en combate próxima o reciente.

Y, por supuesto, esos recuerdos que me trae de infancia tardía y preadolescencia (más tarde, ya sin el pre y que, en esa sugerencia, siguió con el post y esos libros de FEN que ya no proyectaban consignas sino el sutil dibujo de ese hombre que un falangismo agónico, si no muerto, había inspirado.

Tengo buenos recuerdos de los libros de FEN (y de algún profesor de FEN también, aunque no de todos, porque con algún que otro canalla hube de lidiar); los de primero y segundo de Bachillerato constituían, básicamente, lecturas; los de tercero y cuarto, era interpretaciones históricas; quinto y sexto (uno de ellos, no recuerdo cuál, se llamaba «Aprendiz de hombre» y su autor era Gonzalo Torrente Ballester) más orientados ya a una básica introducción política.

Pero no eran manuales militantes: en todos los casos, Editorial Doncel trabajaba la sugerencia, la insinuación, el aroma. La consigna activista se daría en otros ámbitos, fuera del escolar.

Han pasado los años, han cambiado los tiempos, han evolucionado las ideas, han pasado las personas, pero el Doncel ha seguido ahí, como una imagen siempre presente. Y tuve que cumplir sesenta y dos años para poder acariciar el alabastro de su estatua, para constatar su materialización, para fotografiarlo con mi propia cámara, con mi propio enfoque, con mi propia visión de la luz.

Por fin, después de tantos años, vi al Doncel de Sigüenza y otro sencillo anhelo vital se cumplió. Pero su misterio y el misterio de lo que bajo su advocación se transmitió sigue ahí, sigue como algo que en algún momento pareció real, pareció palpable y que, después, cuando la vida y los años te devuelven al nivel del mar, continúa de alguna manera presente.

Sí, presente. Esa es una buena palabra.


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