RELATOS | HUELLAS DE NUESTRO PASO
Recuerdos en el morral.
Publicado en el núm. 220 de Trocha, de diciembre de 2020. Editado por Veteranos OJE - Cataluña. Ver portada de Trocha en La Razón de la Proa.
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¡A formar! Retumbaba por todos los pasillos y salas del Hogar Navarra cada vez que iniciábamos alguna actividad de fin de semana. Bajábamos las escaleras desbocados y en menos de un minuto estaba toda la Centuria Roger de Flor, unos cuarenta flechas, frente al número 38 de la calle Lauria, de a tres, esperando la revista. Me emocionaba salir en formación, cantando por las calles de Barcelona hasta la Estación de Francia o hasta la parada de los autobuses Sagalés o Casas, siguiendo nuestro guion y a nuestro jefe de centuria. Recuerdo su nombre, se llamaba Salvador Lluch y era alto y delgado. Me producía gran respeto y admiración. Con él aprendí desde mis 10 años a sentir el mandato de nuestra Promesa y a reconocer la camaradería y la verdadera amistad.
Fueron muchísimas las que realicé en el Hogar a lo largo de los años que permanecí en él, que fue hasta cumplir los 18. Algunas de ellas inolvidables. Esperaba el verano con ansiedad para ir a alguno de los campamentos. Olván, Marlés, Bagá, San Quirico de Safaja o Palafolls, fueron algunos por los que pasé como flecha y arquero, y, ya de cadete, dos turnos en Covaleda completaron mi formación para ejercer como jefe de centuria o de grupo, lo que me habilitaba como “mandillo”, cuando tenía el honor de ser elegido por algún jefe de campamento y formar en el cuadro de mandos del turno correspondiente.
Pero si hay algo que ha quedado marcado como mi recuerdo más entrañable, y al que acudo para rememorar o para relatar alguna de las anécdotas inolvidables, fue la Competición Nacional de Escuadras de Cadetes que se celebró en León. El tiempo ha ido minando de mi memoria nombres y lugares y pido excusas por no recordar aquellos de los camaradas que compusimos la escuadra que representó a Barcelona en dicha competición, así como muchos lugares por los que pasamos.
Consistía, entre otras actividades de aire libre, de convivir una semana en un pueblo o pedanía de la provincia de León con sus gentes, vivir con ellos y explicar, sobre todo a los más jóvenes, lo que era nuestra ciudad y lo difícil que resultaba acomodarse en una gran ciudad.
La actividad empezó realmente en Barcelona cuando nos asignaron el pueblo con el que teníamos que contactar y explicar por teléfono a su alcalde lo que se pretendía para, entre otras cosas, conseguir un lugar donde poner las tiendas y también recabar toda la información posible sobre el lugar. Nos tocó en suerte Valle de Mansilla, una pedanía de Villa Sabariego, cerca de Mansilla de las Mulas.
Además de preparar durante meses la actividad, le pedimos a la Diputación de Barcelona y al Ayuntamiento un presente y un saludo para los alcaldes de los dos pueblos, cosa que conseguimos gracias a la simpatía que le despertamos en Juan Antonio Samaranch, entonces presidente de la Diputación. Sendas cartas de presentación firmadas por el alcalde de Barcelona y por el citado presidente de la Diputación, junto con dos preciosos regalos en plata: una reproducción de La fuente de Canaletas y otra de la Dama del Paraguas, fue la magnífica aportación de las dos entidades.
Y con ellas y toda nuestra ilusión, pusimos rumbo a León, donde llegamos después de unas quince horas de tren expreso. Viajamos en un compartimento donde no podías tumbarte y con algunos bocadillos que habían preparado nuestras madres; llegamos por fin y nos presentamos a los dirigentes de la actividad. Acampamos en la orilla del Bernesga, que no llevaba apenas agua y cuyas riberas eran un espacio ideal para montar las tiendas.
Fue impresionante ver la cantidad y diversidad de camaradas de otras regiones de España que hicieron su acampada y conformaron dos largas hileras frente al mástil. Se nos hizo formar y se izó bandera para después relatarnos a cada una de las escuadras el desarrollo de la actividad.
Salimos de mañana hacia Mansilla de las Mulas, a pie y por el Camino de Santiago. Veinte kilómetros no fueron nada para nuestros 16 años y nuestra ilusión. Llegamos a la hora de comer y nos presentamos en el Ayuntamiento donde nos esperaba el señor alcalde y varios concejales. Le entregamos la carta de presentación y uno de los obsequios, y recibimos todas las indicaciones necesarias, además de invitarnos a comer. Por la tarde, vino a buscarnos el alcalde pedáneo de Villa Sabariego para acompañarnos al pueblo y, de allí, a Valle de Mansilla, la aldea donde pasaríamos una semana en grata convivencia con sus vecinos, que, cuando vieron que empezábamos a montar nuestras tiendas, nos regañaron cariñosamente y aduciendo que mientras hubiese camas y comida en sus casas no iban a permitir que durmiésemos en la calle, nos repartieron en dos casas y varias habitaciones.
A la casa que me tocó, si bien su original era de adobe, le habían ido añadiendo estancias con cemento y ladrillo y un piso al que se llegaba subiendo una estrecha escalera de madera donde se encontraban los dormitorios. No había puertas, sólo una cortina corredera y una gran cantidad de cuadros con retratos de santos decoraban las paredes. El suelo, de un basto ladrillo, una bombilla que colgaba del techo, las camas con cabezal y armazón de madera, el colchón de lana y una bonita colcha que cubrían un somier de muelles, que hacía un ruido estridente cuando te movías, completaban la sencilla estancia.
Allí nos fuimos instalando y, al cabo de un rato, nos reunimos los seis camaradas para comentar los primeros momentos y planear nuestra actividad, Decidimos dar un paseo por el pueblo y nos asombró que todo el mundo saliese a nuestro paso para saludarnos y, en algunos casos, comentarnos que tenían algún familiar en Barcelona.
Villa Sabariego tendría entonces unas 50 o 60 casas y unos 300 habitantes, todos dedicados a la agricultura y la ganadería. Quien más quien menos, poseía algo de tierra y algún animal, vacas, ovejas, cabras y gallinas. Se podía decir que todos se ganaban la vida con trabajo y honradez y la sensación era que allí no faltaba lo necesario.
Volvimos a la casa que tan amablemente nos había acogido y nos dispusimos en la mesa para cenar con nuestros anfitriones: Celestino, María y, el hijo más pequeño, Juan, el único que no había emigrado de los cuatro que tenían. Una sopa de menudillos y unos huevos con chorizo, tocino y jamón nos hicieron entender que, si todo iba a ser diferente a nuestra vida habitual en la ciudad, los sabores y olores de la comida harían de nuestra estancia un tiempo extraordinario. Y así fue…
La cena trascurrió entre charlas y bromas. Muchas preguntas también sobre Barcelona, ya que dos de sus hijos estaban allí trabajando en La SEAT, y el momento simpático del día llegó cuando pregunté dónde estaba el lavabo. Celestino me indicó que podía utilizar el corral. No preguntamos más y, entre risas, fuimos pasando uno a uno entre un barullo enorme de gallinas y gallos, procurando evitar algún picotazo. Y, claro, el chiste del día fue cuando alguien comentó que no volvería a comer huevos de aquellas malditas gallinas.
Nos levantamos con el alba, y nos fuimos a ayudar a Celestino en el campo. Eran tiempos de siega y aprendimos a manejar, no sin gran dificultad, la hoz y la guadaña. Más tarde, acompañamos a Juan a un establo y ordeñamos a dos vacas que nos miraron extrañadas. Dimos una vuelta por la calle y los vecinos nos invitaban a entrar a sus casas y allí nos ofrecían, además de charla, pastas caseras y un refresco o simplemente agua. Todas las conversaciones fruto de las entrevistas que tuvimos con muchos de los habitantes de Valle de Mansilla, formarían parte, después, de la Memoria de nuestra actividad.
Por la tarde, fuimos a la era. Ninguno de nosotros sabía lo que era trillar y aventar el trigo, y constituyó otra experiencia inolvidable. Dos bueyes tiraban de un pesado trillo al que algunos nos subimos y dimos unas vueltas como si de un tiovivo se tratase, lo que resultó muy divertido. Luego nos enseñaron a aventar el trigo. Con las forcas lanzábamos lo que había pisado el trillo, hacia arriba, con todas nuestras fuerzas y el aire, una suave brisa servía, hacía que el grano cayese a nuestros pies y la paja se la llevase el viento. Al pasar de los años, cuando surge en alguna conversación lo importante que resulta separar lo útil de lo inútil, –el trigo de la paja– me viene a la memoria aquella luminosa tarde de verano en las eras de Valle de Mansilla.
El gran momento de nuestra actividad llegó cuando realizamos una proyección de diapositivas acompañada de comentarios sobre nuestra ciudad de origen, Barcelona. Sus monumentos, sus calles y cómo transcurría la vida en una ciudad tan grande, impersonal y tan diferente a la de un pueblo tan entrañable donde todos se conocían y, llegado el caso, se ayudaban. El lugar de reunión del pueblo era el teleclub. Lugar donde acostumbraban a ver la única tele que había y que el Ayuntamiento proporcionó. Ni que decir tiene que no había discusiones por ver una cosa u otra, ya que solamente existía un canal, y, aun así, allí se reunían a ver a Los intocables o El fugitivo o alguna película la mayoría de las gentes del pueblo.
Nuestra presentación fue un éxito. No cabía un alfiler en la sala del teleclub y resultaba muy difícil hacernos oír para iniciar la proyección. Si uno intervenía para preguntar, otro hacía un comentario, aunque poco a poco se fue calmando la expectación y pudimos ir desgranando nuestras explicaciones. Algunos jóvenes, algo mayores que nosotros renegaban de su vida en el pueblo y soñaban con emigrar a Barcelona o Madrid en pos de una vida mejor. Nosotros les decíamos que era muy difícil abrirse paso en la ciudad, pero que podrían encontrar su oportunidad a fuerza de lucha y trabajo duro.
Y así, pasamos los tres primeros días de nuestra competición de escuadras en aquel pueblo, con aquellas gentes tan afables y de las que aprendimos tantas cosas.
Al pasar de los años, la vida y el Camino de Santiago me llevaron a pararme y descansar un rato en una fonda cerca de Mansilla de las Mulas. El camino te acerca mucho a la gente y me dieron charla unos parroquianos que allí estaban. Me dio por decirles que había estado hacía muchos años en Villa Sabariego y Valle de Mansilla, y resultó que uno de los paisanos era de allí. Mi curiosidad me llevó a preguntarle por la reproducción de la Fuente de Canaletas que llevamos como regalo y me dijo que sí, que estaba en una vitrina del Ayuntamiento, con un pequeño letrero que decía “Regalo del Ayuntamiento de Barcelona”.
Si emocionante es saber que has dejado un buen recuerdo, no lo es menos el poder sentirse orgulloso de las gratas experiencias que han ido formando tu personalidad y te han llenado el morral de recuerdos que hoy me han venido a la memoria y quería compartir con vosotros, pacientes lectores.
Como quiera que la actividad no terminó aquí y queda mucho que contar, lo dejo para la siguiente ocasión cuando los amables editores me pidan que continúe.
(Continuará)