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El último documento de Carrero Blanco

Emilio Romero en sus "Papeles reservados", fundamenta la idea de que Carrero Blanco era una pieza indeseable y poco fiable para lo que se preveía que había de venir.


​​Publicado en la revista Gaceta Fund. José Antonio (ENE/2024). Ver portada de Gaceta FJA en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.

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El almirante Carrero Blanco tras Francisco Franco y el entonces futuro rey Juan Carlos durante una visita a la tumba de José Antonio en el Valle de los Caídos en 1972.
El último documento de Carrero Blanco

Carrero Blanco dicen que fue el estratega de Franco. Este lo nombró vicepresidente del Gobierno en sustitución de Agustín Muñoz Grandes y luego lo nombraría presidente del Gobierno para que fuera el timonel que controlase el final del Régimen (por muerte del propio Generalísimo) y el comienzo del reinado de Juan Carlos I.

Carrero fue protagonista, desde el principio, de la reorientación de la política económica española hacia una convergencia creciente con el mundo capitalista occidental, apoyando para ello la entrada en el gobierno de los tecnócratas del Opus Dei. El almirante era muy diferente a su antecesor Muñoz Grandes, ambos militares de los pies a la cabeza y de una honestidad fuera de toda duda. Pero el primero era un católico practicante y marcadamente tradicional, próximo a posiciones integristas, en cuanto a sus creencias personales; poco ideologizado y muy pragmático en lo político; mientras que el segundo, igualmente católico, poseía una mentalidad más abierta y con una marcada sintonía con la ideología falangista.

El franquismo, desde sus supuestos ideológicos era un régimen contradictorio e inconsecuente con muchos de sus postulados más grandilocuentes, tal y como expuso en su tesis doctoral el falangista Sigfredo Hillers de Luque (cfr. España una revolución pendiente). El llamado franquismo sociológico iba encajando, paulatinamente, mucho más que en las instituciones del propio Régimen –de escasa credibilidad en su aspecto participativo y sindicalista–, en las formas e instituciones propias de los regímenes demoliberales –cara política congruente con el sistema económico capitalista–. En el régimen de Franco eran muchos los que tenían esto claro, de cara a lo que acontecería si es que la monarquía de Juan Carlos I quería perdurar. Puede que el mismísimo general Franco lo intuyera con una claridad creciente, conforme iba viendo llegar el fin de sus días.

En su testamento, Franco pide tres cosas a los españoles: afecto, lealtad, apoyo y colaboración con el futuro rey; perseverar en la unidad y la paz de España; y justicia social y cultura para todos los españoles. Ninguna alusión, algo más concreta, a las leyes, instituciones o principios de su régimen en franca descomposición. Igualmente claro lo tenían las potencias occidentales, desde luego los Estados Unidos de América, y también la URSS y el PCE. Los comunistas sabían que si el Régimen se empecinaba en el continuismo, su baza sería la ruptura a la portuguesa. Mientras que si el Régimen mutaba, su única oportunidad de influencia, para ellos, estaba en un eurocomunismo a la italiana o a la francesa.

De ahí vino el pacto rápido entre los reformistas de la Secretaría General del Movimiento y Santiago Carrillo: legalización a cambio de relativa paz en las calles. De ahí vinieron también las acciones violentas desestablilizadoras de otras fuerzas más radicales: la ETA, entre ellas. Desde luego, a los EEUU les interesaba vivamente una mutación pacífica al sistema demoliberal. Pero no solo eso. A EEUU le interesaba también que España olvidase cualquier veleidad de aquella soñada patria una grande y libre, con una geoestrategia propia e independiente, aunque no excluyente de pactos bilaterales. Querían una supeditación total de España al imperio del Nuevo Orden.

El almirante Luis Carrero Blanco no era la persona más idónea para protagonizar esta etapa de mutación, bien distinto era su vicepresidente Torcuato Fernández Miranda. Probablemente, Carrero, muerto Franco, hubiera presentado su dimisión al rey. Pero con bastante certeza podríamos adivinar que el periodo de 1973 a 1975, o a 1977, también hubiera sido muy diferente con el almirante al frente del gobierno: su fortaleza, su determinación y las adhesiones que hubiera recibido habrían determinado unas circunstancias muy diferentes a las del periodo de Arias Navarro (política con Marruecos y el Sahara, programa nuclear, pactos bilaterales). Esto también era claro para muchos de sus amigos y enemigos de dentro y de fuera.

Coincidiendo con el 50 aniversario de su asesinato, se han publicado diferentes libros discutiendo si la CIA intervino o no en su atentado. Hay posturas para todos los gustos, más o menos sólidamente sustentadas. No nos vamos a pronunciar aquí por ninguna de ellas. Solo dejar constancia de que quienes sostienen que el magnicidio fue simplemente un intento sonado y exitoso de desestabilización por parte de una bisoña ETA, y que, en cualquier caso, todo habría transcurrido igual con Carrero que sin Carrero, juzguen si el siguiente documento, publicado por Emilio Romero en sus Papeles reservados, avala o no sus suposiciones, o, por el contrario, fundamenta la idea de que Carrero Blanco, que en ese escrito se expresa, era una pieza indeseable y poco fiable para lo que se preveía que había de venir.

He entresacado, a continuación, unos clarificadores párrafos de El último documento de Carrero Blanco (Emilio Romero. Papeles reservados, vol. II, pag. 513. Plaza y Janés), borrador de documento escrito por Carrero Blanco el día 19 de noviembre de 1973, tras su recientísima entrevista con el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, y que pretendía presentar al Consejo de Ministros del día siguiente. Todo ello, según Emilio Romero.

El Régimen español, que es anticomunista y antiliberal, tiene, lógicamente, dos enemigos acérrimos, que son, hay que reconocerlo, poderosos: el comunismo y la masonería. Ambos entes son, en realidad, totalitarismos extranacionales que buscan dominar el mundo haciendo que las naciones queden de hecho en sus manos cuando tengan gobiernos obedientes a los poderes, los que sean, que rigen estas dos ideologías. Cuando en España hubo gobiernos masones que obedecían, bajo pena de la vida, al poder que rige la secta, España era también un país vasallo.

Si España se ha definido, como unidad política, “como un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino, ¿cómo no hemos de tener la enemiga de los que nos quieren ateos o, por lo menos, protestantes y demoliberales; o ateos y marxistas? Y si hemos declarado la unidad entre los hombres y las tierras de España; y que la integridad de la Patria y su independencia son exigencias supremas de la comunidad nacional, ¿cómo nos puede chocar que nos ataquen los que nos quieren una España liberal, gobernada por masones, súbditos obedientes de la misteriosa entidad que rige la masonería, o una España comunista gobernada por comunistas que hayan de obedecer, sin el menor titubeo, a lo que les ordene la alta dirección del comunismo internacional?...

En el mundo que nos rodea no hay más que capitalismo o socialismo liberales, que la masonería sostiene; o el marxismo que el comunismo trata de imponer. Y ¿cuál es nuestro talante ante esta situación? ¿Hemos de ceder? Evidentemente, no. Si aceptamos el resbalamiento hacia el liberalismo, con concesiones poco meditadas, es evidente –para mí tan claro como la luz del sol– que de una monarquía tradicional, católica, social y representativa pasaríamos, en rápida pendiente, a una monarquía liberal, a una república socialista y, de esta, a una república comunista; es decir, caeríamos en breve plazo, en lo que estuvimos a punto de caer en 1936. La opción de ceder hay que rechazarla, por tanto, de plano.

Segunda opción: ¿Pretendemos engañar a nuestros enemigos haciéndoles creer que evolucionamos hacia lo que ellos quieren, pero manteniéndonos firmes en nuestra ideología? Esto me parece una solución tan ingenua como peligrosa: engañar no vamos a engañar a nadie, y en cambio, al pretender cubrirnos con una piel de cordero que, repito, no va a engañar a nadie, corremos el riesgo de tener que hacer cosas –algunas hemos hecho ya– que, contra nuestra voluntad, nos metan en el resbalamiento antes señalado. El riesgo que en cierto modo estamos ya corriendo es demasiado grave; es más, es tan inútil como grave.

Rechazada esta segunda opción, no queda más que la tercera: Tener plena conciencia de que estamos en una guerra ideológica y, con moral de victoria, que es como únicamente se pueden afrontar las guerras, despreocuparnos de lo que de nosotros digan fuera –que no van a decir más de lo que ya están diciendo– y disponernos a defender nuestro Régimen con pasión y a toda costa. Para ello, del enemigo el consejo, hay una fórmula perfectamente clara: máxima propaganda de nuestra ideología y prohibición absoluta de toda propaganda de ideologías contrarias.

¿Cuál es nuestra situación en estos momentos en este orden de ideas? Tenemos ya sectores de nuestra sociedad envenenados de ideologías contrarias y víctimas de la acción subversiva de nuestros enemigos: parte del clero, sectores intelectuales, parte de la juventud y parte del mundo laboral. Estos sectores son minoritarios: la gran masa del pueblo español es buena, está con el Régimen, pero no la formamos como debiéramos.

Contra el sector que hoy pudiéramos considerar perdido hay que aplicar la fórmula de la represión y, en la medida que sea posible, recuperación. Con respecto al resto de la población, formación, educación y ejemplo.

El Régimen no hubiera perdurado por sus propias contradicciones, pero bien difícil se le habría puesto a Fernández Miranda, estando quien le nombró vicepresidente al frente del gobierno o en un retiro vigilante, plantear aquella Transición “de la Ley a la Ley”. Juzgue el lector.

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