OPINIÓN
Imperialismos
Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol núm. 595, de 7 de marzo de 2022. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa (LRP).
Imperialismos
Por historia, por cultura, porque gran parte de los siglos Rusia ha actuado siempre en el esquema político-económico que ha caracterizado a Occidente, porque su capital, Moscú, remite a episodios que nos son comunes, incluso por haber participado en la Segunda Guerra Mundial en el bando aliado, propendemos a pensar que este gran país forma parte de Europa. Pero no es así. Al menos no lo es enteramente. Quizá debiéramos aclarar este punto. Claro está que este es un artículo de opinión, lo que me invalida para impartir cátedra, pero si se observa que Rusia es un interminable cinturón estepario que ocupa todo el norte del continente asiático se verá que es mayoritariamente continental. En rigor es Asia. Sus inmensos territorios ocupan en su mayor parte, tal vez en un noventa por ciento, la placa que comparte, en buena medida, con la China conocida. Es una simple anotación, que bien podría ir a pie de página, pero conveniente para ilustración de quienes no se atreven a salir de la caverna de las sombras, donde la verdad solo resplandece, aunque cuesta. Pero vamos al imperio.
Fuimos educados bajo premisas imperialistas. Se nos dijo que desde Babilonia hasta Roma el mundo tuvo por dueños a los señores de la guerra, modo directo de acometer empresas grandiosas, que los historiadores se han encargado de glosar: Ramsés, Alejandro, César… Había que tenerlos bien puestos para hollar aquellas tierras, las más veces hostiles, donde para pisar había que contender con armas en mano, donde el riesgo acompañaba a las puntas de las espadas y las lanzas. Así caminamos durante siglos, hasta que llegaron los oscuros, que no lo fueron tanto como se nos han descrito, y gente que llamamos bárbara se encargó de mostrar que el mundo no les era prestado, sino que también tenían cédula para su dominio. Según algunos estudiosos fueron tiempos felices, más para unos que para otros, sobre todo felicísimos para los llegados de los desiertos. En una sociedad mediatizada por la religión los seguidores del aquel santón, imperialista a su manera, impuso su ley y años ha que incuba una fuerza que nunca se sabe dónde hincará sus colmillos. Por cortesía, quizá porque operaron fuerzas revolucionarias, un minúsculo conglomerado de tierras –todavía no se llamaba Europa– puso punto y aparte a aquellas jornadas extrañas, hasta que apareció España.
Porque fuimos nosotros los que desdoblamos el mundo conocido y trajimos a la civilización el imperialismo galopante. Sí, después de siglos de avituallamiento doméstico, sin hacer ruido, con solo una cruz y unos barcos descubrimos otros imperios, tal vez rudimentarios, pero sedientos de sangre y necesitados de asimilación. Sí, el imperialismo, que venía de antiguo, cobró hechura y la bola del mundo pareció hasta más manejable. Y lo fue, al menos hasta que llegaron los advenedizos, con sus flotas y sus gorros, y de un montón de cadáveres hicieron un mercado persa, donde medraron. Los franceses les siguieron y hasta dieron pasos en América, que anhelaba la antorcha. Y, finalmente, llegamos al siglo XX, donde unos cuantos aventureros con menos talento que ganas crearon fantasías a mil años vista, que apenas les duró una docena. Esto no solo sucedió en Europa sino también al otro lado del mundo, en Japón. Seis años necesitamos para destruir esa quimera. Había que estandarizar el asunto. Si debían existir en adelante, unas bombas que llamaron atómicas bastaron para centrar los gabinetes. Dos, solo dos, y ya eran muchos, los imperios, para repartirse el botín, que con sus miedos y temores fueron los encargados de mantener la tienda abierta, para que todos comprásemos a placer y las colas y esperas estuvieran más o menos controladas. Pero ya había llegado el XXI y con este las epidemias, los G7, los Soros, los magnates y los Putin. A propósito, ¿quién era Putin?
Lo era y lo es. A primera vista parece un mercenario entrenado para servicios especiales, pero a segunda resulta que lo es ciertamente. Una especie de aspirante a dueño de vidas y haciendas, que dado el momento crítico en que se encuentran los países, y advertido de la debilidad de la mayor parte de ellos, y seguro de tener en sus manos los estudios de posibilidades necesarios para confiar en el éxito de sus planes, arremete contra el que fuera antaño su granero al Sur, so excusa de peligrosas adhesiones a pactos no deseados. El método elegido ha sido la invasión, que en ciertos círculos llaman agresión. Ucrania es un país soberano que está siendo masacrado por tropas escandalosamente superiores, sin que el resto del mundo libre haga nada. Por supuesto que se han tomado medidas económicas contra Rusia, justamente las que el sátrapa tenía previstas, pero nada más. Y a nosotros, que somos observadores silenciosos de esta realidad asombrosa, apenas nos llega la camisa al cuello solo sea por recordar que hace poco menos de un siglo a otro animal de talla semejante hubo que perseguirlo hasta el búnker que se había fabricado bajo tierra, donde pudieron echarle el guante cuando ya era un montón de cenizas. Era otro imperialismo ritual, qué le vamos hacer.
De ninguna manera se trata de repetir la historia, pero hay que buscar antecedentes. Los tenemos, para la desgracia colectiva. En la década de los veinte de este siglo alucinante ya tenemos millares de personas por los caminos de Europa, pidiendo casa y comida, cuando no asilo, mientras los mandatarios de países muy civilizados se reúnen un día tras otro para decidir qué benéfica gabela le vamos a quitar a los rusos para que abandonen el territorio invadido, porque otra cosa… ¡Sí, tropas! ¡A quién no se le había ocurrido! ¿Qué mandatario tiene lo que hay que tener para exponer la vida de sus soldados en un terreno pantanoso, y que luego se los devuelvan en cajas de pino? No es posible. Como no lo era antes de Dunkerque, como no lo fue antes de Normandía, como nunca lo fue en Stalingrado…. ¡Stalingrado! Ay, que alusión. Este Putin tiene la memoria hundida en aquellos días, que no vivió, pero le han contado, cuando los órganos de Stalin iniciaron su melodía victoriosa sobre un ejército cuyo general ya había decidido entregar las armas.
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