ARTÍCULO DEL DIRECTOR
Disturbios… y algo más.
Disturbios… y algo más.
Las últimas (o penúltimas) medidas para intentar contener la arremetida de la segunda ola del Covid-19 han sido ampliamente contestadas por multitud de algaradas callejeras en muchas ciudades de España y del resto de Europa.
Las manifestaciones, con protagonismo juvenil en su mayoría, derivaron en violencias y enfrentamientos con la policía, vandalismo, incendio de contenedores y, en muchos casos, asaltos a establecimientos comerciales y pillaje. Ante ello, no es de extrañar la repulsa de una mayoría de ciudadanos, alarmados por la magnitud y alcance de las protestas; nosotros mismos no podemos menos que esperar que vuelva a reinar la cordura y que las protestas discurran por cauces pacíficos.
Pero estas algaradas constituyen, sin quitarles gravedad en absoluto, una anécdota, todo lo lamentable que se quiera; es tarea de cada español y de cada europeo pensante considerarlas como un síntoma de un malestar social en aumento, o, si se quiere, a la manera orsiana, elevarlas a categoría. No podemos quedarnos en la simple condena de los hechos y los buenos deseos para que terminen.
El mundo político anda tan desorientado en esto como en su aplicación de medias para atajar la pandemia descontrolada; este desconcierto es un común denominador de la llamada hasta hace poco la casta (hasta que se sumaron a ella, con armas, bagajes y prerrogativas, quienes así la motejaban despectivamente).
Cada partido o bando acusa a sus contrarios de instigar las protestas e incidentes; en este procedimiento, no por habitual menos chocante, los podemitas y sus aliados acusan categóricamente a la ultraderecha, esa especie de fascismo redivivo y de ocasión; quienes se sienten así señalados hacen responsable, a su vez, a la ultraizquierda, o sea, a los primeros, y, como punta de lanza y carne de cañón, señalan a los antisistema y a las pandillas de menas desbocadas, a modo de precalentamiento de la banlieue de nuestros vecinos franceses.
En este último aspecto se hizo viral –como se dice ahora– el ridículo de la otrora seria publicación La Vanguardia, que imputaba directamente a los negacionistas del asalto a una popular cadena de productos deportivos, para, a las pocas horas, enterarse de que el delincuente quería vender una bicicleta robada desde su wasap y ostentaba un nombre de sonoras resonancias agarenas…
En lo que todos coinciden es en destacar la presencia y el protagonismo de los llamados negacionistas; como las meigas, haberlos haylos, pero se nos antoja que su número no puede ser tan elevado como para poner en jaque a los antidisturbios. Por su parte, el gobierno vasco admitía que las tácticas callejeras eran las de la izquierda abertzale, mientras el Gobierno catalán desvinculaba a sus CDR de los disturbios con el argumento de que las convocatorias a través de las redes y los gritos proferidos ¡eran en castellano y no en catalán!
No discrepan tampoco en esto el Gobierno español y su oposición (¿) en los secretos propósitos que se esconden tras los incidentes, nada menos que desestabilizar; como recordarán los lectores con algunos años a la espalda, es el argumento que se esgrimía desde el Régimen anterior cuando las manifestaciones de los años70. Nada nuevo bajo el sol, pues, y no nos extrañaría nada que, sofocados los disturbios, unas manifestaciones cívicas de rechazo nos mostraran la imagen de Sánchez y Casado cogidos del brazo, como en otros tiempos a Fraga y a Carrillo cuando aquel extraño golpe del 23F.
Anécdotas aparte, como decimos, es sintomático que el grito común de los alborotadores sea el de Libertad; pero ¿no estábamos en el Sistema de las libertades? Nos cuesta creer que el absurdo cierre de bares y restaurantes y el quizás no menos absurdo del toque de queda nocturno hayan sido el disparadero de los alborotos. La extraña coincidencia de los que llaman los extremos en reclamar una libertad secuestrada es muy sintomática.
Aventuremos una explicación: se trata de una revuelta contra el orden democrático establecido; no, no se asusten por la rotundidad; la razón de fondo hay que buscarla en que ese supuesto orden democrático no ha sido capaz de promover una vida auténticamente democrática a las sociedades. Es decir, que ha sido inconsecuente consigo mismo, o, si se prefiere, se ha empeñado en dar gato por liebre a la ciudadanía. Una democracia de forma ha escondido, de hecho, el más perfecto totalitarismo que jamás se haya dado, imposibilitando la existencia de una democracia de contenido.
La llamada democracia ha sido secuestrada y tergiversada por la partidocracia y, en su trastienda, por la plutocracia, y solo ha posibilitado formas de oclocracia social. La crisis sanitaria –con una gravedad que ningún negacionista puede desmentir– no ha hecho más que poner de relieve estas contradicciones. Como dicen en las películas policiacas, ha sido el hecho detonante.
No obstante, como en todos los inicios revolucionarios, la rebeldía puede desbordarse de forma estéril e improductiva; puede degenerar, como acaso ya lo está haciendo, en puro salvajismo, en lugar de ser un elemento regenerador de estructuras e ideas. Hace falta una capacidad de encauzamiento de la protesta, acaso aquel la imaginación al poder frente a la rutina y al engaño colectivo; el peligro verdadero no son los contenedores quemados, sino que una violencia in crescendo produzca que una contestación se ahogue a sí misma al no querer escuchar las razones de los contestarios ni adivinar el trasfondo de la misma.
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