ARTÍCULO DEL DIRECTOR
Las fronteras interiores.
Está en el ADN de nuestra sociedad postmoderna y neoliberal el individualismo más extremo, la cerrazón hacia los demás y la insolidaridad hacia la colectividad histórica llamada España.
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Las fronteras interiores
Vivimos en un mundo paradójico: por una parte, se manifiesta un afán de borrar fronteras (ahora, claro, con las limitaciones sanitarias de esta sexta ola del maldito virus) y se predica la solidaridad entre los hombres y la hermandad entre los pueblos; por otra, se van levantando más y más barreras, a veces infranqueables, que dan al traste con tan laudables propósitos.
En el caso concreto de España, los nacionalismos, los aldeanismos, los plebeyismos de todo tipo, promueven esos nuevos muros, no solo en lo económico (qué se hizo de la unidad de mercado interno…), sino sobre todo en lo sociológico.
Cada día se hace más difícil que un españolito de cualquier comunidad se instale, para trabajar, estudiar o residir, en otra, salvo que supere los ucases derivados de la imposición de una lengua privativa de ese territorio o se rinda sin condiciones a los movimientos políticos predominantes: esto es así, especialmente, si en la autonomía elegida las diferentes formas de particularismo localista han alcanzado cierto grado de virulencia. No hace falta recordar las carencias sanitarias en Mallorca, por el fanatismo idiomático de su gobierno, o el escándalo producido en Barcelona por la llegada de enfermeras andaluzas…
No es extraño que algunas zonas del País Vasco, Navarra o Cataluña (de momento) se motejen de territorio comanche; allí, el forastero es mirado, de entrada, con suspicacia, a veces, con sospecha, y, en ocasiones, con hostilidad más o menos encubierta; puede oscilarse entre el vacío vecinal o la negación de garantías de seguridad. No vale generalizar, evidentemente, ni pretendemos dramatizar un problema que, ya por sí, es doloroso, pero evidente. Ha existido ━y sigue existiendo━ un exilio interior, y son bastantes los españoles que se han visto obligados a cambiar de residencia o de trabajo, al considerarse extranjeros en su propia tierra.
Entre las ventajas (e inconvenientes) de haber llegado a cierta edad, se encuentra la peligrosidad del recuerdo, que puede llevar a la nostalgia; y en este punto, permítanme que arrime el ascua a mi sardina: aquellos campamentos del Frente de Juventudes donde convivían, en franca amistad y camaradería, acampados extremeños, catalanes, madrileños, valencianos, vascos…, insulares y peninsulares; incluso, musulmanes de las llamadas entonces provincias africanas con cristianos más o menos practicantes. O la mili que pasó a la historia, donde el pastor del Pirineo compartía fatigas y alegrías con el licenciado en Económicas tarraconense… Y hablo por experiencia.
Nunca los idiomas regionales o los acentos, ni las costumbres o usos, eran barrera; recuerdo haber leído hace poco la afirmación estúpida de unos folcloristas que decían haber recuperado las canciones tradicionales «que el Régimen anterior había usado en su provecho»; indudablemente, apuntaban a los Coros y Danzas de la Sección Femenina, que sí fueron los que rescataron y revitalizaron lo que estaba prácticamente olvidado; al leer la memez, recordé unas palabras que reproduzco textualmente para los lectores: «Cuando los catalanes sepan cantar las canciones de Castilla; cuando en Castilla se conozca también la sardana y se toque el txistu; cuando del cante andaluz se entienda toda la profundidad y toda la filosofía que tiene, en vez de conocerlo a través de los tabladillos zarzueleros; cuando las canciones de Galicia se canten en Levante (…)». La cita pertenece a Pilar Primo de Rivera, a la que no se le pueden reprochar en su labor intenciones de usurpación y de manipulación del folclore ad maiorem gloriam del Régimen anterior.
No profundizaremos en estas líneas en otro tipo de fronteras, que son las de ámbito personal, y que tampoco deben achacarse en exclusiva a la pandemia y sus efectos sobre el tejido social: está en el ADN de nuestra sociedad postmoderna y neoliberal el individualismo más extremo, la cerrazón hacia los demás y la insolidaridad hacia la colectividad histórica llamada España; el prójimo del Nuevo Testamento ya no es el próximo, sino, en todo caso, el desconocido, cuanto más lejano mejor, que nos puede servir para tranquilizar la conciencia; coexistimos por pura necesidad, pero no convivimos.
Si vamos al fondo del problema, veremos que ambos tipos de fronteras tienen, como casi todo, una dimensión religiosa: se trata de la falta de armonía entre el hombre y su contorno, empezando por la pérdida de los propios horizontes, tanto los inmanentes como los trascendentes; el acudamos a lo Eterno de Segismundo ha quedado olvidado, así como el concepto de una patria, al que sirvió el padre literario del personaje, don Pedro Calderón de la Barca, por cierto, en los Tercios de Flandes.
Ahí radica la causa última de estas fronteras interiores, tanto las territoriales como las personales. El reto es encontrar caminos que recuperen la armonía en el hombre, entre los hombres y con la comunidad a la que se pertenece. Y esta idea no está tomada de ningún teólogo actual, sino de un pensador español del que hace poco conmemorábamos los ochenta y cinco años de su muerte alevosa en una prisión alicantina.