OPINIÓN | REFLEXIÓN

La virtualidad

En los últimos doscientos años se produjo una revolucionaria novedad: en vez de ir el hombre a las cosas estas iban a ser las que vinieran a nosotros.


Artículo publicado en Cuadernos de Encuentro, núm. 147, de Invierno de 2021/22. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín semanal de LRP.

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La virtualidad

La virtualidad


Ortega escribió que el teatro tenía la virtud, entre otras, de ser un sitio «al que había que ir». De haber vivido en nuestros días es probable que hubiese cambiado de parecer, pero para su tiempo, pienso, llevaba razón, muchísima razón. Y diré por qué.

Cuando los griegos se preguntaron qué eran las cosas contaron con una ayuda inestimable: les bastó abrir los ojos, aguzar el oído o adelantar la mano para responderse. Pronto cayeron en la cuenta de que para aprehender la realidad solo tenían que ir a las cosas, que siempre estaban donde tenían que estar, que era el mundo. Con esta simpleza argumental fabricaron un sistema tan atrevido que nos sirvió para el pensamiento de Occidente durante muchos siglos. Pero un día observaron que no todas estaban al alcance de los dedos, que las había inasibles, volátiles, sutiles, que no se dejaban tratar. Entonces apareció Dios. El hombre, naturalmente, siguió yendo a las cosas, pero ahora en su doble condición, con los sentidos del cuerpo y con los del alma. Y así cabalgamos unos siglos más. El sistema era tan sólido que hacía falta un poderoso impulso para tambalearlo.

Entonces llegó el siglo XVII. Algunos atrevidos pensaron que, en vez de ir el hombre a las cosas, ya fueran cuotidianas o místicas, era mucho más atractivo dedicarse a entender al que durante tanto tiempo había hecho ese trabajo, es decir el que iba a las cosas. Esto quiere decir el sujeto que por su sola naturaleza disponía de entendimiento suficiente para realizar ese viaje. Desde entonces las cosas dejaron de tener sentido objetivo y fueron relevadas por el conocimiento agente del que las pensaba. A ese trastocamiento se llamó razón y fue tanto su éxito que proveyó de energía a los que en su tiempo tenían por oficio pensar. Ya no fue necesario ir a las cosas, ni que esos pensadores se prodigaran. Aconteció, desde entonces, que para que la cosa llamada realidad tuviera encaje en los sistemas al uso bastaba con ejercer una tiranía más o menos reglada, que pronto se llamó de la diosa Razón. Pero eso iba a durar poco. Un par de siglos, más o menos, pues al acabarse el XIX y dar los primeros vagidos el XX aparecieron cerebros portentosos que se dedicaron a inventar cosas nuevas, nunca vistas ni oídas, y de tal naturaleza y pretensión que cambiaron los esquemas de la mayor parte de los cerebros que se habían dedicado horas y horas a estudiar el devenir de la realidad.

En los últimos doscientos años, siempre más o menos, se produjo la revolucionaria novedad de trasladar las cosas al flamante escenario que las convertía en «irreales»; es decir, que aquellas infinitas realidades que los griegos estimaron susceptibles de ser idas, dejaron de serlo. Por decirlo de otra manera; en vez de ir a las cosas estas iban a ser las que vinieran a nosotros. Para que esto fuera así, y no de otra manera, se descubrieron las aplicaciones de la electricidad, el furor de la imagen, el acortamiento de las distancias en todos los órdenes, la comunicación activa a través de los medios, el trabajo en casa y, ya modernamente, el envenenamiento de los sentidos por mor de llevar en el bolsillo uno de esos minúsculos aparatos que te enseñan de todo, hasta cómo dejarlos en la mesita de noche, si hace al caso.

Por supuesto que a todo eso se llama progreso. Tanto que hoy ya es posible no tener que ir a las cosas, sino que sean estas las que vengan a nosotros. Se compra y se vende por teléfono, se va a los museos por televisión, al fútbol pagando, se come en comprimidos, se beben porquerías y se va a la misa a través de una pantalla. Como era de prever, los espacios donde se instalaban las cosas se van reduciendo: los cines son cada vez más pequeños, los parques más acotados, los discursos más breves, la realidad más escasa. Aún quedan en pie los dinosáuricos monumentos del pasado, pero es seguro que irán cayendo, pues todo lo que no es virtual es mentira.

Pero esto no es el final, ni siquiera una parte intermedia. La virtualidad será sustituida por el escapismo y la velocidad. El hombre (y la mujer, probablemente sin concurso de las afganas) sabrá a corto plazo que para tener conocimientos de las cosas lo mejor será huir de ellas, dejarlas donde quiera que estén, y tomar las de Villadiego a mil, dos mil o tres mil kilómetros por hora. O a muchos más, si entiende que su futuro está en Marte o alguno de los satélites del cosmos.

Sí, Ortega hubiese cambiado su habitual capacidad de análisis con solo haber pasado del año cincuenta y cinco. Mis respetos a su genio. Quiero decir a su memoria.




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