ARTÍCULO DEL DIRECTOR
¿Mestizo? ¡A mucha honra!
Según un estudio plasmado en un reportaje del The New York Times se asevera que, de las 922 personas más poderosas de América 180 de ellas son negras, hispánicas, asiáticas, nativos americanos o personas de otro color; siguiendo el supuesto informe, no serían de raza blanca los nacidos en España y Portugal ni los descendientes de ellos.
¿Mestizo? ¡A mucha honra!
Hay días en que cuesta esclarecer si la noticia que te sirven los medios es una fake news (bulo, en castizo) o fidedigna; corres el riesgo entonces de hacerte eco de un camelo y colaborar así a este reinado de la posverdad, o, por el contrario, de caminar seguro en tu comentario. En este caso, voy a correr el riesgo.
Leo en la prensa (El Mundo, 14 de septiembre) que en un estudio plasmado en un reportaje del The New York Times se asevera que, de las 922 personas más poderosas de América 180 de ellas son negras, hispánicas, asiáticas, nativos americanos o personas de otro color; siguiendo el supuesto informe, no serían de raza blanca los nacidos en España y Portugal ni los descendientes de ellos.
Como es normal, se han vertido multitud de glosas virtuales al respecto, casi todas repletas de indignación; por su sentido de la ironía e intención, destaco la de Laínz, que escribe textualmente: Según el New York Times, los españoles no son blancos. Efectivamente, somos azules, e incluye la imagen de un simpático pitufo con alas de la bandera española (añado para mí: Algunos sí lo somos, pero no se puede decir de todos…)
El reportaje del rotativo yanqui debe inscribirse, evidentemente, en la línea exultante y apologética de los WASP (ya saben, acrónimo de blanco, anglosajón y protestante), descendientes de aquellos que decidieron acabar con el problema racial en loa EE.UU. masacrando de forma inmisericorde a las tribus indias y dejando solo unos cuantos especímenes, convenientemente alojados en reservas, a modo de zoológico para atracción turística.
Sería mucho pedir que los quienes escribieron el susodicho reportaje hubieran leído, por ejemplo, a su compatriota Charles F. Lummis, pero la cosa no tiene importancia ni remedio: que sigan allí con su dialéctica eterna sobre el color de la piel, con la actuación de sus policías y con las luchas callejeras; solo pediríamos que, en medio de su ignorancia y su confusión, dejasen en paz a Colón, Cervantes, fray Junípero Serra o Gaspar de Portolá, aunque ninguno de estos personajes pudiera ser considerado WASR.
Claro que, mirando para casa y en la actualidad. Tampoco podemos los españoles tirar cohetes, pues coexisten entre nosotros primos hermanos de esos supremacistas que tienden a segregar a quienes no pueden presentar un expediente de limpieza de sangre. Así, los herederos directos de Sabino Arana y su lauburu-svástica –chantajistas perpetuos y hoy aliados del gobierno de Sánchez–, para los que sigue teniendo capital importancia el factor RH y el prognatismo facial a la hora de clasificar a sus convecinos. O, sin ir más lejos, al actual president de la Generalidad, inspirado por los ectoplasmas del doctor Robert, de Pere Mártir Rosell y Valentí Almirall, que califica de bestias a los nacidos más allá del Ebro y que se apartan de sus cánones etnicistas.
A uno, ya que es católico y azul (Laínz dixit), siempre le ha importado muy poco su árbol genealógico en razón de limpiezas de sangre. Quizás, por mi primer apellido de clara alusión vegetal, provenga de lejanos conversos o de moriscos manchegos amigos del Ricote cervantino; por el segundo apellido, eso sí, estoy clasificado como uno de los elegidos para aquel ínclito señor Arzalllus y todos los lendakaris de turno. Tampoco sé si algún antepasado hizo las Américas y se prendó de alguna bella moza india, lo que hubiera añadido gotas de sangre cobriza a mi grupo sanguíneo.
Precisamente, la tarea histórica de España fue la de integrar razas, pueblos, lenguas y costumbres en un destino común, que hoy se llama Hispanidad; con igual estulticia y confusión que los WASP estadounidenses, los racistas de aquí la acusan de genocida.
Afirmo que todos los seres humanos somos iguales en dignidad, como hijos de un mismo Dios y que, según dijo José Antonio Primo de Rivera, ni la patria ni la raza pueden ser fines en sí mismos: tienen que tender a un fin de unificación del mundo, a cuyo servicio puede ser la patria un instrumento; es decir, un fin religioso, cristiano.
Ahora, vayan y díganselo ustedes a los redactores del reportaje del New York Times y a todos los etnicistas de allí y de aquí a ver si se les caen de una vez los palos de su estúpido sombrajo.