OPINIÓN | ACTUALIDAD
Negros, disturbios y pensamiento único.
Uno de los grandes triunfos que ha conseguido el omnipresente dogma progresista es que el ciudadano occidental se odie a sí mismo y admita este odio como algo normal y positivo.
Publicado en el número 24 de Somos, de junio de 2020. En la sección Colaboraciones. Editado por Avance Social.
Ver portada de la revista Somos en La Razón de la Proa.
Negros, disturbios y pensamiento único.
Uno de los grandes triunfos que ha conseguido el omnipresente dogma progresista es que el ciudadano occidental se odie a sí mismo y admita este odio como algo normal y positivo. Al domesticado europeo de la posmodernidad se le ha implantado como un chip de los que quiere ponernos Bill Gates, un sentimiento endófobo y un complejo de culpabilidad castrante mediante la manipulación más obscena de todos los medios pedagógicos, industrias del ocio y chiringuitos culturales. Al europeo, sobre todo al español, se le ha hecho avergonzarse de su Historia, de sus logros tecnológicos, de su cultura, de su patriotismo, de su tradición espiritual, de su herencia étnica y de su misma existencia.
Desde las películas, series y libros hasta los planes de estudio, pasando por cualquier pesebre de pan y circo cultural, deportivo o musical, al europeo, sobre todo al español, se le convence de que ser blanco es una lacra por la que hay que pedir constantemente perdón. Pedir perdón a los africanos por haber levantado catedrales góticas mientras ellos no pasaban de las chozas de adobe. Pedir perdón a las tribus amerindias por haberles privado de sus costumbres ancestrales como el canibalismo o los sacrificios humanos. Pedir perdón a los musulmanes por habernos opuesto a que nos invadieran en el 711 y haberles expulsado de nuestra tierra tras ocho siglos de lucha. Pedir perdón a los hebreos por haber legislado, desde la época visigoda contra la usura y por haberles expulsado en 1492. O por cuestionar sus leyendas negras y demás victimismos de obligada creencia. Y así sucesivamente.
La idea que se graba a fuego en el cerebro de los europeos desde la infancia es simple: Ser blanco es malo. Ser moro, negro o amerindio es bueno. A partir de ahí se entiende todo ese grotesco carnaval de las películas políticamente correctas en las que personajes como Julio César o el Rey Arturo son encarnados por actores negros. Todo esto sería risible si no fuera tremendamente efectivo como técnica de ingeniería social. Y si no sustentara la hipocresía tóxica del pensamiento progresista. Cuando el progre se opone histéricamente a que se utilice el término “negro” para designar a los negros es porque, en el fondo de su infantilizado y sectario cerebro, subyace la idea de que el negro es inferior y, por tanto, hay que protegerlo.
Resulta revelador el celo con el que los creadores de opinión oficiales ocultan y deforman la manera en la que el hecho racial es asumido por cosmovisiones opuestas a la suya. Les aterra que alguien señale que, en estas cosmovisiones, –hoy presentadas como el colmo de todo lo malvado sin mezcla de bien alguno– el hecho racial se asumía, a diferencia del progresismo actual, sin mojigaterías y sin la discriminación hipócrita de las sacrosantas democracias liberales. Al progre no le gusta que nadie repare en el hecho de que, por ejemplo, el campeón olímpico Jesse Owens, cansinamente presentado como símbolo antinazi, reconocía públicamente que un judío en la Alemania de 1936 tenía más derechos que su madre en los Estados Unidos de la misma época. O que en la España de los años sesenta, un chaval de la provincia de Guinea Ecuatorial se encuadraba en la OJE sin que se le tratase de forma distinta a cualquier otro muchacho español.
Eso, en la época en que los Estados Unidos, abanderados de la democracia y vencedores del Eje, prohibían a los negros sentarse en los autobuses o comer en los restaurantes para blancos. O que, en la Italia de Mussolini, los balillas de Abisinia marchaban ante el Duce en pie de igualdad con sus camaradas italianos. Lejos de esta forma natural y sin complejos de afrontar y asumir el hecho racial, el progre cree que llamando “afroamericanos” a los negros, es como si estos se volviesen de pronto más listos, más civilizados y oliesen mejor. Igual que el feminismo más delirante ha convertido a la mujer en una especie de hombre inferior, el dogmático y canónico antirracismo de la progresía más recalcitrante, convierte al negro en una especie de blanco inferior al que hay que compensar en esa inferioridad.
Esa esquizofrenia paranoide inherente al pensamiento progresista que Orwell definió tan certeramente como “doblepensar” encuentra su plasmación más evidente en la doble vara de medir ante cualquier delito en función de la raza de quien lo ha cometido. Al progre, a pesar de sus histéricos y fariseos aspavientos, en el fondo se la traen floja principios jurídicos básicos en cualquier sociedad civilizada. De igual forma que las leyes de “violencia de género” se pasan por el forro la presunción de inocencia y la igualdad ante la ley, también la consideración social de cualquier hecho varía fundamentalmente según la raza de sus protagonistas.
Recientemente, en Estados Unidos ha muerto un individuo debido, presuntamente, a la brutalidad policial. Esto de la brutalidad policial es algo lamentablemente, bastante usual en aquel país. –Y en éste, dicho sea de paso. Sólo hay que ver el “exceso de celo” con el que las fuerzas del orden reprimen las manifestaciones pacíficas frente a la sede del partido en el poder–. Pero eso es otra historia. En todas partes cuecen habas y todos los gatos son bonitos.
Volviendo al país de las barras, el napalm y las estrellas, la muerte del individuo en cuestión ha desatado una ola de protestas vandálicas, saqueos y disturbios con los que la comunidad afroamericana suele celebrar cualquier cosa, desde triunfos deportivos a, como en este caso, una muerte a manos de la pasma. Y es que, naturalmente, el individuo fallecido, era negro. A la indignación de los negros que, en el ejercicio legítimo de sus derechos civiles y de sus costumbres ancestrales, saquean tiendas y roban móviles de última generación, se une alegremente toda la intelectualidad progresista que necesita demostrar de forma compulsiva su solidaridad con los morenos. No vaya a ser que alguien dude de su antirracismo militante. O de su racismo antiblanco, de su endofobia enfermiza y de su sectarismo hipócrita y ramplón.