ARTÍCULO DEL DIRECTOR
La percepción de un valor.
Eran jóvenes a la intemperie, que se mueven en un ambiente hostil y han optado por dar fe de vida española. ¿Estamos ante la constante característica juvenil de un afán de contradicción? (...) Sabemos que, según la teoría de los valores, estos son susceptibles a las circunstancias y a las épocas; pueden estar en alza o soterrados. (...) Este fenómeno no afecta a la altura del valor (su dignidad, nobleza o categoría), pero sí a su fuerza o alcance en una sociedad o en una determinada generación. El valor sigue siendo tal, pero no es percibido en su intensidad por muchos.
La percepción de un valor.
Daba auténtico gozo en Barcelona, el pasado 12 de octubre, contemplar las caravanas de motos y de coches que recorrían la ciudad portando banderas españolas, a modo de gigantesca manifestación ciudadana sometida al estricto seguimiento de las normas de seguridad sanitaria. Si nos fijábamos en el interior de los vehículos o poníamos en uso ciertas facultades de adivinación para atisbar bajo los cascos de los motoristas, el gozo era infinitamente mayor, porque la mayoría eran jóvenes.
¿Qué extraño prodigio se había producido? Porque resulta, a la vista de los hechos, que esa inmensa mayoría de manifestantes motorizados no eran nostálgicos del franquismo, ni se podía deducir por sus vestimentas y actitudes que eran ultraderechistas u otros apelativos así de feos, sino españolitos y españolitas normales, vibrantes, en su jubilosa adolescencia o primera juventud, por los colores de la patria.
Se me puede argumentar que, en el otro bando, también abundan jóvenes, sacados del instituto o de las aulas universitarias en seguimiento fiel de los muy adultos o vejestorios que capitanean el procés y teledirigen a los CDR; pero la gran diferencia estriba en que estos últimos ya han tenido predicaciones constantes y lugares idóneos para su, llamémosla, aducción antiespañola: las aulas donde se los ha adoctrinado incansablemente, los partidos nacionalistas y sus subvencionadas juventudes, muchos centros parroquiales donde hace tres años se almacenaban las urnas… Los del otro día, no. Eran jóvenes a la intemperie, que se mueven en un ambiente hostil y han optado por dar fe de vida española.
¿Estamos ante la constante característica juvenil de un afán de contradicción? ¿Se trata de una forma de rebeldía generacional en casa de las familias separatistas? Este último caso no debe descartarse del todo, si tenemos en cuenta que muchos de los lidercillos y personajes de ese cacareado procés han tenido padres fervorosos del Glorioso Movimiento Nacional, que han ocupado algunos de ellos cargos de alcaldes o jerarcas de segunda fila; quizás son ahora los nietos quien hacen la higa a la estelada, a los lazos amarillos y a sus progenitores indepes y prefieren enarbolar la bandera rojigualda, la que aspiramos a que sea de todos los españoles.
Admitiendo que existan muchos de estos casos, opinamos que la razón de esta presencia juvenil en defensa de la españolidad obedece a causas más profundas. Sabemos que, según la teoría de los valores, estos son susceptibles a las circunstancias y a las épocas; pueden estar en alza o soterrados; su estimativa puede alterarse: un valor puede dejar de ser percibido como tal en un momento dado y retornar a un puesto de preeminencia en otro.
Este fenómeno no afecta a la altura del valor (su dignidad, nobleza o categoría), pero sí a su fuerza o alcance en una sociedad o en una determinada generación. El valor sigue siendo tal, pero no es percibido en su intensidad por muchos.
Así, observamos que la modernidad líquida o postmodernidad en la que estamos inmersos pone en alza valores como la afectividad, la tolerancia, el ecologismo, la inmediatez, el culto al cuerpo o el sexo, mientras que ha hecho entrar en crisis u oscurecimiento otros, como la autoridad, el esfuerzo, el cultivo de la voluntad, el compromiso o lo institucional. El valor del patriotismo se encuentra entre estos segundos, por lo que tiene de esforzado, de difícil; en cambio, el nacionalismo forma parte de los primeros, por su afección a lo telúrico, a lo espontáneo, a la que viene dado a los ojos, por basarse en una pura emotividad exacerbada.
Antiguamente, la transmisión de los valores se realizaba por una cierta presión natural de la generación adulta sobre la más joven; lo tradicional imperaba. La familia y la escuela eran decisivos elementos de transmisión de los valores, en clara continuidad axiológica en el tiempo. En la actualidad, la familia se ha desentendido en muchos casos y la escuela ha asumido férreamente la presión política y social a la moda, de forma que los valores que se inculcan en las aulas son los inducidos por el marco ideológico que ocupa el Poder. En el caso de Cataluña, todo esto ha quedado demostrado con creces.
Es posible que esta presión separatista haya tocado fondo, y, frente al adoctrinamiento y la propaganda que encontramos en todas las esferas, un gran sector de las actuales generaciones hayan redescubierto valores que se cotizaban a la baja, tales como una espiritualidad de calado, el compromiso y, también, el patriotismo.
Insistimos en que los valores no se crean –están siempre ahí– sino que se descubren. Y creemos que este es el caso. El problema puede estar en que este re-conocimiento por parte de muchos jóvenes, al estar en la intemperie, pueda volver a apagarse o derivar hacia formas casi irreconocibles de su origen y concepto.
La tarea que debemos imponernos todos es promover instancias educativas, lo suficientemente amplias y generosas, para que al valor redescubierto del patriotismo no le afecten los fuertes elementos desatados de la actual intemperie, tan borrascosa.