CRÓNICA
Retiro en el Valle
Vivimos tiempos turbulentos, aciagos, adversos y materialistas, en los que es más importante la existencia que la esencia, el tener que el ser, la apariencia que lo verdadero. El hombre de hoy necesita huir del ruido y escucharse a sí mismo, sin distracciones perturbadoras, está sediento y hambriento de Dios, y no lo sabe.
Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol núm. 564, de 24 de diciembre de 2021. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa (LRP).
Retiro en el Valle
Entre los días 22 y 28 de noviembre del presente año, he tenido ocasión de disfrutar de un retiro, de un tiempo de silencio, de recogimiento y oración. No les exagero si les digo que llegué sediento de paz y necesitado de oración con Dios. El lugar escogido, para mi reencuentro con nuestro Señor y conmigo mismo, fue la hospedería monástica de la abadía benedictina de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. No pudo ser más acertada mi elección, tanto es así que, de no ser por que mi esposa me esperaba impaciente, me hubiera quedado más tiempo, no sé cuánto, pero mucho más. He sido muy feliz y me he entregado, con intensidad y devoción, al rezo y la meditación.
El valle estaba precioso, nunca lo había visto así de hermoso, silencioso y acogedor. Un manto de nieve cubría todo embelleciendo aún más, si cabe, un paisaje de ensueño y de atmósfera tonificante. La sensación que tuve al llegar era que Dios me recibía agradecido con sus mejores galas. Como tuve ocasión de comentar con el prior, fray Santiago Cantera, sentí que aquellos parajes, con la abadía y la basílica incluida, tenían alma, se sentía la presencia del Padre.
Durante los días vividos, he tenido ocasión de ser asistido por fray Javier Martín, hospedero y, entre otros cargos y ocupaciones, director del coro de la Escolanía del Colegio de Santo Domingo. Un hombre joven, profundamente enamorado de su vocación que –muy emocionado– tuvo ocasión de compartir conmigo en amenas y amables conversaciones. En él he encontrado un amigo y un modelo de referencia en la vida virtuosa y abnegada en su entrega a Dios. Mi habitación, la número 12, estaba situada al pie de la Cruz. Desde mi ventana veía –casi podía tocar– a los dos evangelistas situados en la parte posterior de la entrada principal a la basílica. El evangelista san Mateo, en actitud reflexiva mirando hacia el monte, me invitaba al recogimiento y el silencio. A su izquierda, san Marcos con el león, que parecía revelarse, me recordaba que la vida es un camino de espinas, difícil, que exige esfuerzo y trabajo. Más hacia arriba, contemplaba La fortaleza, una figura de presencia varonil que, no sin esfuerzo, domina un monstruo que le está desgarrando las entrañas; a su izquierda se presenta la virtud de La templanza, dominando tres animales salvajes, con la que su escultor, Juan de Ávalos y Taborda, se identificaba íntimamente. Contemplando esta evocadora estampa, me entregaba a mis meditaciones. ¡Qué inspiradora era!
El horario de la comunidad benedictina era exigente, pero muy gratificante su resultado. Comenzábamos con el oficio de la lectura y lectio divina en la capilla de clausura, a las 6.50, a continuación, a las 8.15, se cantaban laudes y tercia. Era la mejor manera de iniciar el día, con fuerza y con ánimo. Después del desayuno había tiempo de paseo, interiorización y rezo. A las 11.00 comenzaba la misa conventual en la basílica. A ella me dirigía, junto a los alumnos de la escolanía, por los largos túneles que conducen a ella desde la abadía. El servicio religioso duraba una hora, pero era un auténtico deleite escuchar aquellas voces angelicales cantar en la sillería del coro, en el presbiterio. La sensación de felicidad, consuelo y silencio, ante el Cristo crucificado, era ciertamente reconfortante. Qué esplendida estampa me ofrecía el momento de la Consagración, con las luces del templo apagadas e iluminado, tan solo por los cirios encendidos y por un foco que, acertadamente, proyectaba su luz sobre el altar mayor. Para un mediocre hombre de fe, como yo, la trascendencia y la espiritualidad del momento, era avasallante, pero muy cálida y tranquilizadora.
Todos los días, antes de comenzar la misa, ante la tumba de José Antonio, rezaba un Padrenuestro y depositaba una ofrenda floral. No ha habido un hombre como él en la historia política de nuestra España contemporánea. Su pensamiento, su ejemplo y testimonio de vida, es un modelo de referencia para mí. Qué gran hombre nos fue miserablemente arrebatado, víctima del odio y el rencor. Ante su pesada losa pensaba aquello de…«No seremos merecedores de ti hasta que recojamos la cosecha que siembra tu muerte». Ante la grandeza de aquel excepcional ser humano, mi pequeñez se acrecentaba. Para mí, José Antonio siempre estará presente.
De retorno a mi habitación, en silencio, escribía mi diario del retiro. Burdamente anotaba en él, los detalles, mis impresiones y sentimientos más íntimos. Necesitaba hacerlo, no quería desperdiciar nada que pudiera expresar mi gratitud y agradecimiento por lo que estaba viviendo. A las 13.50, antes de la comida, celebrábamos la sexta. Ya en el refectorio y tras las preceptivas bendiciones, en completo silencio comíamos, mientras un moje leía diferentes textos. Su lectura era atemperada, bien entonada y sumamente interesante. No eran aburridos, más al contrario, ofrecían un mensaje y mucho que aprender mediante una escucha activa.
He de decir, sin exageración alguna, que el servicio de comidas era exquisito. Su elaboración era primorosa y cuidada, amén de variada y de buena ración. La amabilidad silenciosa de los jóvenes frailes que atendían a los comensales, era admirable, entrañable, atenta y cortés. Era el momento del día en el que pude acompañar a todos los miembros de la comunidad, muchos de ellos de edades muy avanzadas, pero muy bien asistidos por sus hermanos. Cuántas historias y cuánto que contar podían referir aquellos hombres de vidas consagradas a Dios. Me parece, sencillamente, admirable, elogiable y ejemplar.
Uno de ellos era fray Filiberto García, de 98 años de edad, único monje que ha sobrevivido al paso del tiempo y que formó parte de aquella primera comunidad instalada en la abadía, allá por 1958. Pese a lo avanzado de su edad, de manera enérgica, apoyado en su bastón, con una lucidez mental admirable, participaba en todas las horas que se celebraban en la capilla claustral. Sesenta y tres años ha vivido allí, de cuántos hechos históricos habrá sido testigo, a cuántas personas habrá podido conocer –pensaba yo mientras le observaba con disimulo–. Sentía una envidia sana, saludable, por ser un hombre que encarnaba, con toda integridad, un ejemplo de dedicación y entrega a Dios. Otra vez me volvía a sentir tremendamente pequeño.
A las 16.10 se rezaba la nona. Tras la cual, era habitual que se mantuvieran conversaciones y fundamentales orientaciones espirituales. Necesitaba resetear mi vida, envuelta demasiadas veces en un ruido mundano que me impide oír a Dios. Es así como fui atendido espiritualmente por el prior, fray Santiago Cantera –con el que crucé no pocas confidencias humanas y mundanas, también trascendentes– y con fray Alfredo Alviz –en esta ocasión mucho más íntima y personal–. Hasta la celebración de vísperas y oración personal, a las 19.30, había tiempo personal para leer, escribir, o pasear. El frío, aunque se hacía sentir, no me impidió hacer una visita al cementerio de la comunidad benedictina, recogido a los pies de la Cruz, en un lugar discretamente recogido. Allí se encuentran los restos inhumados de los abades y de los demás monjes fallecidos desde la fundación de la abadía. Lápidas humildes, cuyos nombres se van perdiendo merced a la erosión de los vientos y la humedad, pero que dejan tras de sí vidas de servicio, entrega y sacrificio. El camposanto es un espacio de abrasadora trascendencia. Confieso que, como en otras ocasiones, me detuve a orar ante la tumba de fray Justo Pérez de Urbel, eminente medievalista y primer abad del Valle de los Caídos, fallecido en 1979.
El paseo de retorno es silencioso, interrumpido por el crujido de mis pisadas sobre la nieve. Cuando miro hacia atrás, contemplo mis huellas marcadas sobre el manto blanco invernal y, de manera emotiva, agradezco la suerte que estoy disfrutando. Todo está acompañado de unas fuertes connotaciones religiosas y un ensimismamiento purificador.
A las 19.30 cantamos vísperas y dedicamos un tiempo de oración personal. A las 20.30 se sirve la cena –excelente y sabrosa, como siempre– para dar paso, a continuación, a un breve tiempo de recreación. Es el único momento en el que el silencio se puede romper, dando lugar a entrañables y amenas conversaciones por las galerías del patio de clausura. Es en ese preciso instante cuando emerge el hombre mundano que viste el hábito, que manifiesta su discreta humanidad. Ha sido para mí una delicia haber podido compartir aquellos breves momentos de diálogo abierto.
El día concluía con las completas. Era una hermosísima forma de finalizar la jornada, dando gracias al Señor por los bienes recibidos y por el día vivido.
Sería imposible recoger todas las impresiones, emociones y sentimientos que he experimentado durante esa corta semana de estancia. Muchas instantáneas me acompañarán para siempre, muchos son los emocionados recuerdos y, sin ningún lugar a dudas, muchas las escenas presenciadas, absolutamente enternecedoras, entrañables y emocionantes. Al atardecer, rompiendo el imponente silencio reinante, se oían las voces de los niños de la Escolanía durante sus ensayos. Una música celestial recorría los inmensos pasillos y galerías abaciales, adornando la PAX conventual reinante con la belleza de sus cantos. Y es que a Dios se le ve y se le escucha de muchas maneras, lo verdaderamente importante es estar atento y en actitud de escucha.
El día en que ponía fin a mi breve retiro, sentí que algo de mí quedaba allí, que mi temprana despedida no era un adiós, sino una ausencia que no será prolongada, una partida necesaria pero que añora la espiritualidad del Valle. Queridos lectores, desde estas humildes líneas, les animo a que vayan allí, por que todo lo que les pueda contar es una ridícula pequeñez en relación a la grandeza que allí se experimenta.
Vivimos tiempos turbulentos, aciagos, adversos y materialistas, en los que es más importante la existencia que la esencia, el tener que el ser, la apariencia que lo verdadero. El hombre de hoy necesita huir del ruido y escucharse a sí mismo, sin distracciones perturbadoras, está sediento y hambriento de Dios, y no lo sabe. La abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos ofrece la posibilidad del silencio que necesitamos para reparar nuestras mundanales y ruidosas vidas. Mi experiencia así me lo ha demostrado. Yo les invito a que prueben.