ARTÍCULO DEL DIRECTOR
El valor de las tradiciones
El valor de las tradiciones
Hoy no me pide el cuerpo escribir nada desagradable, como, por ejemplo, ese rodillo frentepopulista que va a aprobar los Presupuestos Generales del Estado (español, para más paradoja), o sobre las generosas dádivas que aparecen cada día el BOE para subvencionar asociaciones afines, ni siquiera sobre el mosqueo de Felipe González cuando le mandan callar. Creo que los lectores, además, me lo van a agradecer…
Así que, empezado este mes de diciembre, me he sentido proclive a tratar sobre la Navidad, quizás por autoinfundirme una dosis de ilusión y de esperanza en medio de este panorama desolador, quizás por puro espíritu de contradicción.
A estas alturas, aún no sabemos con certeza si estas Navidades deberemos excluir a algún familiar de nuestra mesa para no sobrepasar el número estipulado de comensales, si podremos asistir a Misa del Gallo o en qué punto exacto estarán marcadas las fronteras perimetrales, dependiendo de en qué taifa vivamos. Lo que es seguro –palabra de honor– es que ningún creyente va a dejar de celebrar el nacimiento del Redentor, pues no hay autoridad civil o eclesiástica en este mundo que pueda decretar la suspensión de la Navidad.
Ese Nacimiento es el eje central de las fiestas; lo demás, con todo respeto, son añadidos, pero tampoco es legítimo abolirlos sin más, especialmente si responden a una amable tradición que contribuya a intensificar popularmente su sentido y, por supuesto, no aumente el riesgo sanitario, el real y evidente o el de los políticos.
Alguna de estas tradiciones son relativamente recientes en nuestros lares, pero ya han sentado plaza y conviene asumirlas por su bondad intrínseca; por ejemplo, la celebración familiar del Adviento, que adquiere su profundo sentido religioso como preparación del Gran Día, y que se plasma en esa Corona con las cuatro velas que se van encendiendo cada domingo en las iglesias o en los domicilios; o el Calendario, que proporciona oportunidad de reflexión para los adultos y, por qué no, alguna golosina para los pequeños de la casa.
Lástima que, durante el Adviento, haya quedado enmascarada la fiesta de la Inmaculada, patrona de España y, otrora Día de la Madre, que fue institucionalizada por aquella Organización Juvenil precursora del Frente de Juventudes en 1938; ya saben los lectores habituales que un servidor está empecinado en mantener esta celebración, en discordancia con los comerciantes (y con algunos obispos, que todo hay que decirlo) cuando, en los años 60 del siglo pasado, decidieron acoplarla al calendario yanqui en el mes de mayo, quizás por su origen concreto en España.
Ese día, exactamente el 8 de diciembre, se instalaban los belenes en las casas, que se mantenían, como altar doméstico, hasta la Candelaria, y mantenían el suave perfume del musgo (hoy prohibidísimo de arrancar) y del corcho añejo durante todas las fiestas; tampoco soy reacio a la tradición del abeto, cuyas hojas perennes –según la leyenda– pudieron dar cobijo a los viajantes a causa del Censo de Augusto.
En Cataluña se mantiene otra tradición, de claro origen campesino, que hace las delicias de los más menudos: es el Tió Nadal, un tronco de propiedades extraordinarias que caga turrones y dulces si está bien alimentado con fruta durante el día y abrigado con una vieja manta; posiblemente, el origen es pagano, pero ya dijo san Pablo que la Gracia no anula la Naturaleza, sino que la eleva (y perdonen si la cita no es exacta).
A uno le sobran, eso sí, algunas tradiciones foráneas, aunque hoy arraigadas socialmente, que pretenden sustituir a otras más venerables; es el caso de Papá Noel, con sus renos y sus elfos –nadie recuerda que proviene de san Nicolás–, que posterga o anula a los Magos de Oriente; recuerdo que, cuando mis hijos eran pequeños y preguntaban por la proliferación de esos orondos personales en los comercios, me limitaba a decirles que se trataba de un criado de los Reyes al que estos enviaban a los países que ellos no tenían tiempo de visitar… Y me quedaba tan pancho con esta explicación.
Soy, por tanto, partidario de aceptar todo tipo de tradiciones –nativas o extranjeras– siempre que no desvirtúen el profundo sentido de la Navidad, es decir, la centralidad del Misterio de Belén. Descarto, así, cualquier forma de consumismo o de frivolidad –antónimo de la alegría– que pretenda adulterarla.
Ya sea en burbujas familiares (¡vaya cursilería!), ya en la intimidad del matrimonio o con alguna asistencia de los hijos y nietos, acudamos a las tradiciones navideñas que celebran verdaderamente al Niño-Dios, cuya Madre seguro que celebró un adviento itinerante, tenía un tió de Nadal para calentarse en el humilde pesebre y recibió la visita de los astrólogos de Oriente con su oro, incienso y mirra a cuestas.