Los valores que mi padre me inculcó
Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol, núm 388, de 11 de diciembre de 2020.
Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa.
Son los mismos que ahora unos pigmeos morales quieren arrancarme. Mi padre era falangista de primera hora –camisa vieja– y franquista al mismo tiempo y hasta el final. Acompañé sus lágrimas viendo el funeral por el jefe del Estado que él veneraba y yo veía como un protector, aunque no tuve que coger el fusil como él con dieciséis años ni he tenido que andar renqueando como él toda la vida por mor de una bala rebotada en la batalla de Peñarroya.
Yo tenía un año menos que él cuando se fue al frente voluntario con la Quinta Bandera ese día en que mi padre lloraba al ver partir a su capitán. No imaginaba aquel día que habría de ser testigo de lo que estoy presenciando.
Yo también quise «matar» a mi padre, por usar ese término tan caro a los progres freudianos. Me avergonzaba de ir al kiosco a comprarle El Alcázar, hasta el punto de que me llevaba una bolsa de basura para ocultarlo. Acudí, como tantos, a la manifestación del 4 de diciembre en las calles de Sevilla para reivindicar la autonomía andaluza, con gran disgusto de mi progenitor. Aquel día pude comprobar, muy pronto, que la izquierda no sentía la menor consideración por la democracia.
Tras dos abucheos masivos a sendos vecinos que habían colgado banderas rojigualdas en sus balcones hasta obligarles a retirarlas azoradamente, me abrí paso como pude entre aquella multitud vociferante y abandoné el cotarro, incapaz de seguir sufriendo el crispado antiespañolismo flotante.
No. Yo no estaba de acuerdo con mi padre, a quien adoraba. Hoy, cuarenta y tantos años después, doy gracias a Dios porque se lo llevó justo a tiempo de evitarle ver cómo los socialistas volvían al poder. Pero, puestos a evocar momentos claves de mi vida, por si a alguien le pudiera interesar, yo también pensaba votar al PSOE aquel 28 de octubre de 1982. Recuerdo perfectamente cómo semanas antes de que falleciera mi padre, aquel mes de junio en el preludio de un examen de la carrera, compré El País para consultar el programa electoral.
Sentado en mi pupitre de la Complutense, entre nervios y calores sin cuento, me fui al capítulo referente al aborto. Y entonces comprendí que todo lo demás sobraba. Voté en blanco. Felipe González, mi paisano, arrasó, y mi padre nos dejó para siempre.
¿Para siempre? ¡No! Hoy, la figura de mi padre, sus consejos, sus muletillas, su sentido de la responsabilidad, su ternura, su humor, su amor y su patriotismo me saludan cada mañana como si estuviera anunciando su vuelta. Rezo ante la Virgen de los Reyes y es como si volviera a escuchar su voz susurrándome: «Confía en ella. No defrauda».
Y ahora, cuando acabo de leer el manifiesto –tercero en pocos días– de unos militares de diversa graduación entre los que abundan sobre todo coroneles, capitanes y generales, parece que estoy oyendo de nuevo sus palabras: «Hacían falta reformas, pero no rupturas».
Vivimos momentos críticos de nuestra Historia, esto no es un secreto para nadie, aunque la mayoría parezca ignorarlo, o querer ignorarlo. El paralelismo con el semestre revolucionario del Frente Popular, que todavía es más una voluntad ponzoñosa de algunos que una realidad –todavía– levanta en la boca del estómago a quienes nos hemos criado oyendo hablar del 18 de julio sin saber lo que significaba una burbuja de dolor y miedo.
Lo cierto es que la memoria de mi padre, a quien quiero más cada día, como todo aquel que le trató, y a quien no admiro cada vez más porque hace tiempo que toqué techo, me hace sentirme orgulloso y enormemente feliz de haber nacido a su sombra y de haber disfrutado de un tiempo histórico que me ha permitido cubrir mi ciclo vital de crecimiento y consolidación –de infancia, juventud y formación de mi propia familia– con la alegría de la paz, la prosperidad, el agua limpia saliendo de los grifos y los ladrillos levantando los mismos hospitales a los que voy hoy y a los que, si lo precisan, irán mis hijos.
Todo eso y mucho más se lo debo, me guste o no, a todos aquellos que, como mi padre, lucharon un día por mejorar una España que no les gustaba. Pudieron estar equivocados. Pudieron –sin duda lo hicieron– caer en los más horrendos pecados. ¿Quién no, en sus circunstancias? Pero de ninguna manera se merecen quedar proscritos del muro donde brillan los nombres de los mejores. Todo lo contrario. Prez y gloria a los que dieron, cayendo o sobreviviendo, su vida por España.
Que su esfuerzo, ya empañado por la vileza o la torpeza de quienes viven de fantasmagorías manipuladoras, no caiga en el saco roto de nuestro inveterado cainismo.