¡Pues claro que resucitó!
Todos los cristianos lo sabemos. Eran María la Magdalena, Juana y María la de Santiago; sí, las santas mujeres del Evangelio. Habían ido para llevar perfumes, pero se encontraron el sepulcro vacío y salieron corriendo al oír a los ángeles que no buscaran más, porque ha resucitado. Todavía Pedro no lo tenía claro y fue corriendo, pero era más viejo y más lento que el otro discípulo; se asomaron, y solo vieron los lienzos…
Los cristianos, al rezar la norma básica de la Fe –el Credo– afirmamos que al tercer día resucitó… Por supuesto que lo hizo.
Era Dios. Tenía el poder absoluto y resucitó cuando quiso hacerlo. Y todos, dos mil años después lo celebramos como la gran fiesta de nuestra religión, que confirma nuestras creencias y garantiza el perdón de nuestros pecados setenta veces siete.
Por supuesto que resucitó. Pero el gran mérito de Él, su insuperable decisión no fue hacerlo, sino hacerse Hombre y sufrir las terribles humillaciones y sacrificios de su pasión y muerte. Horrible padecimiento que Él, con su infinito poder, podía haber evitado.
El gran mérito de nuestro Señor, la gran hazaña no fue, para Él, la resurrección sino hacerse hombre mortal y de sufrir todo aquello.
Sin embargo, para nosotros los cristianos, la promesa de la resurrección de los fieles difuntos y de la vida perdurable constituye la base de nuestra Fe.
Y de nuestra esperanza
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