La Republica 'roja y gualda'
O roja y amarilla, como corresponde a un lenguaje actual y alejado de las rémoras heráldicas…
Cuando nada menos que, en 1935, José Antonio dijo que la Monarquía había caído como una cáscara vacía (...) sin que entrase en lucha siquiera un piquete de alabarderos, se marcó para generaciones posteriores, que los privilegios de casta y todos los que no estuvieran basados en el esfuerzo personal eran cuestiones del pasado. Desde entonces, millones de españoles solo creemos en la jerarquía basada en el trabajo, en la creatividad, en los méritos personales pero nunca en la herencia ni en los apellidos.
Si la monarquía, gloriosamente fenecida, como también afirmó José Antonio, basada en la herencia y en los privilegios no puede satisfacer los anhelos de justicia distributiva y de igualdad de oportunidades que la sociedad actual demanda, solo la Republica, en sus diferentes versiones, puede constituir la aspiración de un gobierno de la res publica.
Pero resulta inevitable el recuerdo nefasto de las repúblicas que en España han sido; recuerdo que, en algunos casos, puede también equipararse con atroces periodos de la monarquía borbónica. Y esos y aquellos recuerdos atenazan las gargantas y las plumas de aquellos que representan legítimamente al pueblo español y también a los medios de comunicación, casi siempre “sellados” en la crítica al sistema monárquico hereditario.
Salvo la ingeniosa –y absurda– defensa de la monarquía como “permanente plebiscito de los siglos” pocos argumentos pueden esgrimirse para sostener un sistema político basado en que un hijo (sea o no sea idóneo) pueda suceder a un rey (sea éste asimismo idóneo o no). Mientras, los diferentes sistemas republicanos pretenden obtener –no siempre con acierto– a la persona más adecuada para cumplir esa figura de jefe de Estado en la que todos las personas deben sentirse acogidas, y en la que el legado histórico (ese sí) y la esperanza del futuro, se depositen sin sectarismo ni temor.
Evidentemente, ese planteamiento idílico es utópico, pero la aspiración a la utopía garantiza intentar ilusionadamente la mejor solución posible; mientras que la defensa de lo que, ya originalmente es injusto, solo puede conducir, tristemente, a la peor situación posible.
La adhesión a la monarquía española en los últimos decenios se justifica por múltiples causas, comenzando por su designación como sucesor a título de rey, otorgado por las Cortes franquistas; continuando por el testamento político de Franco que vinculó a millones de españoles (y a casi todos los militares); seguido por la renuncia a los poderes políticos previos; acrecentado por el comportamiento ante los intentos involucionistas y culminado por una actitud próxima y cordial con la ciudadanía.
Todas esas circunstancias han sido valoradas por la izquierda política, frentepopulista por definición y que no votó el articulado de la monarquía en la Constitución vigente, y por la derecha (siempre proclive a la corona) en virtud de los pactos de la Transición.
Ahora, el pueblo español, asustado por la deriva separatista, reclama al jefe del Estado algo más que simpatía, algo más que afirmar que hablando se entiende la gente, cuando nos referimos a más de mil muertos en la lucha antiterrorista (recuérdese el hotel Corona de Aragón, nunca incluido) y el gravísimo peligro de desintegración nacional.
Las “dos Españas” de nuevo en la palestra, con republicanos que queman impunemente la bandera y el retrato del jefe del Estado, y los monárquicos mostrando una absurda lealtad “incondicional”, pero, como siempre, acobardados y refugiados en chascarrillos contra el Gobierno, son incapaces de sentirse unidos en algo, ni siquiera en el fútbol, donde selecciones autonómicas pretenden competir de igual a igual con la de España. Y donde es imposible escribir una letra para el himno nacional.
Por todo ello, imaginativamente, hay que proponer una solución que sea aceptada por tirios y troyanos y que devuelva a España, para este milenio, la alegría, la fuerza y la esperanza de la unidad.
Probablemente, una república, con un presidente elegido directamente por todo el pueblo, una república presidencialista, pueda aglutinarnos a todos, sin que el recuerdo, la nostalgia, la memoria histórica, la sangre vertida ni las ilusiones de unos y de otros sean motivo de enfrentamiento.
Ese esfuerzo común requiere, entre otras muchas condiciones, garantizar el respeto y reforzar los símbolos permanentes. Y es que, si el progreso y la justicia está en la República , el respeto y “ lo permanente” está en la bandera.
Por eso muchos soñamos con la República “roja y amarilla”, a cuya presidencia todos podemos aspirar, hasta los reyes.