El botijo
Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol núm. 480, de 20 de julio de 2021. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa (LRP). Recibir actualizaciones de LRP.
Tales, el que supuestamente nació en Mileto a mediados del siglo VII anterior a nuestra era, fue un gran tío, pues ha pasado a los libros por sus aportaciones en varias disciplinas, una de ellas, que por entonces no estaba en el uso cotidiano, la capacidad de pensar sobre el qué de las cosas. Tanto fue así que en la actualidad se le considera creador de lo que llamamos filosofía. Pues bien, este gran sujeto ha sido encumbrado por la gente de altura a la categoría de Sabio de Grecia, uno de los Siete. No estaba en el mundo, aún, el señor Nobel, y por tanto su prestigioso legado, pero ya había instituciones antiguas que otorgaban sus regalitos de corte y crédito. En fin, léase lo que se sabe de su biografía y se comprenderá lo que digo.
El señor Tales, preocupado por la multiplicidad de cosas que le rodeaba, puso su pensamiento a remojar y cayó en la cuenta que todo tenía un origen (esto ya se sabía) pero él depuró mucho más lo conocido y dijo (se supone, pues no dejó nada escrito) que la causa de todo estaba en el agua. Nada de mezclas ni combinaciones, el agua. El agua pura y clara, cristalina, que llenaba los mares, estaba en los ríos y los lagos, manaba de los manantiales, llovía de las nubes que cubrían los cielos... Quiso decir, sabemos ahora, la humedad, porque en los lugares donde todo estaba encharcado prosperaban las cosas, qué digo la vida. Ignoraba, claro está, que esa agua milagrosa también estaba en algunos seres como, por ejemplo, el hombre (y la mujer), en cantidad insospechada, pero eso le daba igual: lo que dijo, y les enseñó a sus discípulos, pues también sacaba tiempo para dar clases y ganarse un dinerito, fue tan atrevido que la gente se preguntó de dónde sacaba semejante teoría. A lo que con calma contestó: «De la realidad, hijo, de la realidad». El caso es que, quizá, llevara razón.
Desde hace más de dos milenios y medio se han descubierto muchas más propiedades de ese líquido insípido, incoloro e inodoro que llamamos agua y sabemos de buena tinta que es, además de lo que dijera Tales, imprescindible para vivir. No que fuera la causa de todas las cosas sino el objeto de todos los deseos para seguir viviendo, no solo nosotros sino los restantes seres. Junto con otros bienes, que imaginamos y sabemos, el agua impregna nuestro ser de tal modo que damos lo que no tenemos, si es posible, por un sorbo. También nos socorre en nuestra higiene, en el decoro, en la ornamentación urbana, en la investigación científica, en los guisos, en las abluciones. El agua, de vez en cuando... también se encorajina y se vierte sin regla ni medida sobre personas y cosas, sobre la mismísima Tierra que habitamos. A eso lo llamamos diluviar, aunque no siempre cae de arriba; en los tiempos modernos ha nacido la palabrota tsunami, que indica su procedencia ultramarina.
Pero a esa agua, tesoro apetecido, hay que mimarla. La servidumbre que va tomando nuestra sociedad a su respecto se va convirtiendo en moneda tan valiosa, que está proporcionando pingües ganancias a los más avispados por el consabido negocio de procurarle un envase de plástico, el cual se lleva al mercado para que la gente lo compre. Lo que no indican es cómo nos deshacemos de él, pero de esto hablaremos otro día. Hoy conviene, es lo que creo, dedicar unas líneas a la inteligente maniobra de conservarla en cuencos de barro, cuyos se han convertido en asunto de primera no solo para mantenerla en su frescor sino en inspirado objeto para la pluma de algunos de nuestros mejores escritores. Por ejemplo, don Emilio Álvarez Frías, director de esta revista, que suele terminar sus artículos citando uno de los muchos ejemplares existentes. Él sabe, mejor que nadie, que el botijo es pieza noble, que luce una tradición milenaria en España.
Últimamente nuestros arqueólogos han descubierto algunos cacharros que se pretende emparentar con los primitivos, que solían usarse. El botijo, para nuestros enamorados del arte, es lo mejor que se ha inventado para contener el agua en su evaporación porosa. En él, por la boca, se vierte el torrente que luego, como alambicado, yo diría espiritualizado, pasa a la garganta con un movimiento temerariamente hermoso. Aquí, en la ciudad donde vivo, lo llamamos «cachucho», que es lo mismo. Cuando publiqué mi Diccionario del habla malagueña (Almuzara, 2006), recogí una frase de don Salvador González Anaya tomada de una de sus novelas, Luna de plata (1941), en la que un personaje decía: «¡Hay que ver también lo que suda el mantecoso don Francisco, que es un cachucho...».
Botijo o cachucho, qué más da, cuando lo que cuenta es la savia que contiene, el agua vital que está en el origen, tal vez el Principio, como dijera Tales.
Posdata de Emilio Álvarez Frías: Nada mejor que traer hoy a este rincón un botijo o cachucho normal y corriente de los que se fabrican por muchos rincones de España, y con el que se solazaban los naturales fundamentalmente cuando llegaban los calores del verano. Quienes fueron sus patrones ya lo reflejaron con la leyenda incuestionable que dejaron en la pieza de «Bebemos en botijo», e, incluso, en letra más pequeña, que apenas se puede leer, quedó constancia de que lo que se bebía era «esencia del pueblo». Probablemente de él disfrutaron algún trago «el Perita, el Chungaleta y el Siesomanío» del Diccionario de habla malagueña de nuestro colaborador Enrique del Pino, de cuya representación gráfica dejamos constancia.