El parchís

8/12.- Los posibles jugadores, después de pensárselo un rato, aceptaron la invitación. Sabían que se iban a identificar por el color de las fichas, una minucia.

​Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol, núm 387, de 8 de diciembre de 2020.
Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa.

El 30 de enero de 1933, mediante una sutil y astuta maniobra política (que, por cierto, aún no ha sido debidamente aclarada, y va para casi un siglo), el ciudadano Adolfo Hitler pasó a ser, de jefe de un partido ruidoso, desde luego no el más nutrido, a jefe del Gobierno de una nación, Alemania.

Eran tiempos difíciles, en todas partes, donde la gente lo pasaba mal, incluso los ricos y potentados, cuando algunos se tiraban desesperados de los rascacielos neoyorquinos, pero esto no fue óbice para que el alumbramiento fuese acogido por los restantes gerifaltes con una mezcla de circunspección y confianza, quizá porque entendieron que traía los papeles en regla, según mandamiento de las urnas.

Los voceros de la prensa de entonces, untada hasta las cachas, se apresuraron a calificar el ascenso de prometedor. Dijeron, sin ruborizarse, que en Europa acababa de nacer el Tercer Reich y pronto comprometieron a unos cuantos a sentarse a una mesa y, como buenos amigos, jugar una inocente y popular partida, que, para hacerla más liviana y mundanal se insinuó de parchís.

Un juego azaroso donde se contiende bajo banderas de colores planos. Era la celebración, una extraña puesta de largo. Como era obligado, el maestro para aquella ceremonia tenía que ser el flamante mandamás, que se distinguía por tener el flequillo ladeado, el bigote a medio recortar, la mirada siniestra y albergaba en su sesera misteriosos planes, aunque esto último lo tenía en secreto guardado para otra ocasión.

Los posibles jugadores, después de pensárselo un rato, aceptaron la invitación. Sabían que se iban a identificar por el color de las fichas, una minucia.

Los que escogieron las rojas llegaban de la profunda Asia, aunque vestían ropaje disimulado a la europea de obreros recalcitrantes y tenían un modo de pensar que llamaban revolucionario. Con tal énfasis se aprestaron al juego que el mundo les conoció no por sus brutales jugadas sino por el tinte sangriento de sus pastillitas coloradas; así que fueron los rojos, y de esta manera se les recuerda.

Otro de los contendientes jugaba con fichas color de cielo estrellado. En aquellos días era esta tonalidad de una frialdad insultante. Daba pena verlos, tan silenciosos, tan complacientes, tan dados a las buenas maneras, deseosos de apaciguar todas las iras del mundo. Eso estaba bien pero el ambiente reclamaba más coraje, más brío, menos quitarse el sombrero. Así, que los azules acudían a la mesa con escasas posibilidades de ganar.

Los amarillos, el tercer color, eran distintos y, de haberse tratado de una guerra ellos la hubieran hecho por su cuenta. Además, por su propia naturaleza, es decir, por sus convicciones y costumbres, eran implacables. Una de sus características era que mataban con saña inusitada, incluso suicidándose en ese acto, incomprensiblemente después de meterse en el cuerpo una buena dosis de saque. Las fichas que quedaban atrapadas ante una barrera gualda estaban irremediablemente perdidas. Tenían a gala ser selváticos y de haber existido entonces el mando a distancia hubieran jugado sin aparecer en el campo. Telemáticamente, se dice ahora.

Los verdes, en cambio, querían jugar la partida pero se guardaban de decirlo. Eran unos pillos, que adivinaban pingües beneficios en caso de intervenir de forma efectiva, además de coger el timón de la nave mundial para, por lo menos, lo que restaba de siglo. Pero eran cuidadosos con el qué dirán y se reservaban. Pero un domingo, así son las cosas, unos pringados amarillos les brindaron la oportunidad de quitarse las caretas, que hoy llamaríamos mascarillas, y los metieron en el juego. Hoy, los verdes son de otra estirpe y, que se sepa, tienen el parchís como lo que efectivamente es, un entretenimiento.

En el oscuro salón diseñado para el acto el turbión de la cruz gamada iba a poner en marcha la final más apasionante que haya contemplado la Historia. Resultado, 50 millones terminaron en el campo de cebollas donde crecen las malvas.

Pero la partida tenía otras connotaciones. En el plan oculto de aquel sujeto estaba quitarse de encima la broza que le estorbaba. El incendio del Reichstag le sirvió de excusa para borrar del mapa político a los comunistas. Después, las tomó contra su propia policía de partido, llamada las SA, que regentaba un tal llamado Ernesto. Porque amenazaba con subírsele a las barbas. Una negra noche, los cuchillos largos entraron en acción.

Y así, poquito a poco, ya muerto el Káiser, mientras otros jugaban su endiablado parchís, este hombre fue quemando todas las posibilidades que le fueron llegando para salvar a la Humanidad.

Pero era un asesino, qué se le va a hacer. Solo dos personas, que yo sepa, consiguieron meterle en cintura; una fue Winston Churchill, con su puro y su flema, y la otra Jesse Owen, en un estadio atiborrado de hombres y mujeres con la piel blanca; pero este chico era negro. Un día se pegó un tiro y ahí acabó su desdichada y endemoniada vida.

Los tiempos han cambiado, claro. Hoy casi no se juega a ese ingenio de buena voluntad que llamamos parchís pero algunos signos pueden detectarse en la política que nos envuelve, lo que, en cierto modo, lo desempolva y rescata para la actualidad. Una de las cosas que más llama la atención es el carácter de los jugadores. A algunos les gustó la comba y persisten en su estrategia.

Estos son los rojos, que siguen con su cantilena de guerra patriótica y revolución a machamartillo, haciendo caso omiso a las voces que les tildan de criminales. Solo se necesita leer las crónicas, algunas, solo algunas.

Los azules siguen también tumbados a la bartola en sus sillones de cuero de alce. Ellos no son criminales, al menos nadie les llama así, mas son poco de fiar. Esperan pacientemente bajo la sombra de las acacias a ver si algún día pasa un tren que no vaya por raíles, y sea despacito, para subirse en marcha.

Los amarillos, ay qué dolor. La invasión ha comenzado. España se puebla de establecimientos donde venden productos de ese país a precios ridículos. Un vecino mío, que tenía una papelería, ha cerrado para siempre. Me dijo: A mí me han hundido esta gente; en esta calle, que apenas tiene medio kilómetro de larga, hay 9 «chinos». Así que lo de la pandemia nos ha llegado después.

Y los verdes. Para muchos es la única esperanza. Porque sin ser los mismos, claramente no lo son y menos ahora que se han teñido de azul, pregonan unos mensajes de esperanza que cala sin retroceso. Pero, que se sepa, cuando juegan al parchís lo hacen en casa, con sus hijos y familia, a la espera de que algún día el Gobierno mande cómo tenemos que jugar a las bolas.

Comentarios