La hiedra
Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol, núm 412, de 2 de febrero de 2021. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa. Recibir actualizaciones de La Razón de la Proa.
El 16 de diciembre de 1931 don Ramiro de Maeztu publicaba a título editorial en la revista Acción Española, su primer número, un artículo donde tomaba España por sujeto de su hispanísimo pensar y fue tal su repercusión, entonces, que meses más tarde fue reconocido por el periódico ABC como ganador del prestigioso premio «Luca de Tena». Es esta la ocasión que me invita a citar su comienzo, que entrecomillo en cursiva y servirá de impulso y argumento al que estoy pergeñando. Decía el pensador:
«España es una encina medio sofocada por la yedra. La yedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora, y no en el árbol. Pero la yedra no puede sostener por sí misma. Desde que España dejó de creer en sí y en su misión histórica, no ha dado al mundo de las ideas generales más pensamientos valederos que los que han tendido a recuperar su propio ser...». Esto lo escribía ocho meses después de haber sido proclamada la Segunda República, y siete, más o menos, de haber ardido una buena parte de los establecimientos religiosos del país.
El señor Maeztu sería asesinado en las tapias del cementerio de Aravaca cinco años más tarde por las hordas marxistas, quiero decir comunistas, por aquel tiempo mejor llamadas por la población «los bastardos rojos», o simplemente rojos. Un apelativo que desde posiciones conservadoras sirvió para identificar a las personas cuyo modo de pensar consistía en seguir las orientaciones de aquellos que en la Rusia soviética se alzaron con el poder en 1917, tras imponerse a sus oponentes políticos llamados los blancos, contra quienes habían luchado en guerra civil anteriormente.
Como tales rojos fueron tenidos en España después de la nuestra, durante la autarquía, y es este un término que siguió manejándose hasta, por lo menos, la «revolución político-cultural» de 1978. A partir de entonces, los nuevos usos de la democracia lo relegaron casi al olvido. Hasta que, miren ustedes por dónde, estos muchachos, algún día se sabrá qué resortes utilizaron para lograrlo, se instalaron en lo más alto del poder. Desde esa atalaya, sin duda ribeteada con aportaciones subsidiarias –institutos, cargos, gente de consulta, proximidades inconfesables y alguna sinecura–, el pueblo llano está percibiendo hasta dónde es capaz de llegar este ayuntamiento de personas, cuyos méritos o deméritos son fácilmente descriptibles. No voy a entrar en esto, basta con apuntarlo. Pero en el Gobierno están.
En la encina. Porque nuestro malogrado intelectual tuvo la visión certera de establecer nada menos que el vínculo poderoso y universal de la nación con la tierra de la que es alma y espíritu, de emparentar el vegetal de tronco rugoso que se yergue a los vientos, por su naturaleza inerme, pero de sobria majestad, con las plantas trepadoras, parasitarias siempre, que se enroscan como boas a su cintura, hasta asfixiarla.
No es una buena sensación contemplar cómo el árbol enhiesto y majestuoso está siendo acosado, atacado, medio sofocado decía el articulista, por una planta invasora, que nutre sus ansias de la savia ajena. Pero así veía a España el señor Maeztu. Y era tan viva su tristeza que por momentos creía que el ser de su patria estaba en la trepadora y no en la encina.
La razón profunda de su pensamiento estaba en la evidencia que tenía de la pérdida del ser de España, de su identidad. Porque la España de aquellos años había sojuzgado el nervio, había entrado en la vorágine devoradora de pueblos que se aficionan a dejarse tentar por el diablo. A querer ser otra cosa, distinta, para que nada turbe su amanecer tranquilo, a ser posible con tostadas y zumos de melocotón. No puedo evitar colegir semejanzas hostiles, incluso macabras, entre dos realidades que, siendo en esencia lo mismo –aquella y la de hoy– se niega a aceptar que todavía tiene un horizonte de esperanza a la vista, una misión que cumplir, una verdad que hacer valer. Un pueblo, ciertamente untado con aceite malsano desde los despachos, adormecido, que sufre en silencio, tal vez porque fue educado en la filosofía de las dos mejillas.
Lo siento. Confieso que duele escribir un artículo aquejado de estos dolores, pero nunca viene mal zarandear el tronco para descoyuntar y avivar a los apaciguados. Porque es posible que con su pasiva actitud ganen el reino de los cielos, pero habrán perdido el de la Tierra. Ténganlo en cuenta algunos, mientras ven la televisión oliendo a jazmín, que crece en la maceta y también es una planta, pero no engaña a nadie. De veras.