Los amos
16/03.- Los verdaderos amos son, hoy, fantasmales, espíritus con la corbata de marca adornándose el pecho, apellidos reales o falsos que se dejan retratar por las lenguas que les sirven...
Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol, núm 430, de 16 de marzo de 2021. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa. Recibir actualizaciones de La Razón de la Proa.
Vivimos en una tensión tan cotidiana, tan cruda y desalentadora, que a veces cuesta sazonar con sal y pimienta los comentarios, pero ¿y cuando bullen en la sesera preguntas increíbles? ¿Valen, entonces, los recursos literarios, la fantasía, las imitaciones de una realidad que solo suponemos? Es lo que me asalta en este momento al intentar responder a la siguiente interrogante: ¿Quién organiza este mundo, quien o quienes mandan, quienes son esos seres invisibles, que no cobran del Estado, que son fantasmas ignorados?
Si hace dos mil años hubiésemos tenido un departamento de prospección, a los españoles nos valdría el CIS (sin contaminación), nos dirían que el poder de este mundo lo detentaba Roma, pues del otro no se hablaba todavía, que equivalía a meter en el mismo saco el Mediterráneo, que decían era su lago, o sea «nuestro». Es decir, mandaba en este mundo el emperador, fuera el que fuera, lo mismo da que incendiara la ciudad o que hiciera parlamentario a su caballo. Los romanos, esa gente que tenía carnet cosmopolita por ser hijos del Imperio, callaban como muertos al saberse miembros de la inmensa banda que dirigía y, después, se iban al circo a ver cómo morían los cristianos. Lo que pasa es que ese era el mundo conocido, que precisamente ellos, los romanos, fueron ensanchando a fuer de conquistas. Eran otros tiempos. Hoy ya no se pelea con espadas y legiones, sino invadiendo con escaramuzas sutiles los territorios, a mayor velocidad cuando estos están en trance de suicidio, y pongan ustedes el ejemplo que les sea más próximo.
Saltemos los siglos y vayamos al XV o el XVI, cuando la expansión de las tierras fue gloriosa y el que hasta entonces era el «mundo conocido» cambió sus límites. ¿Quién lo hizo posible? Pues nada menos que otro imperio, España, o sea nosotros, que no teníamos lago adjudicado, pero fuimos a por un océano, para no quedar muy detrás de los romanos. Fueron décadas maravillosas, que los libros se encargarían de narrar con la sonrisa en los labios, pues entonces éramos los españoles los que mandábamos en el orbe. La hazaña trajo tierras y dinero, y también gente a quienes enseñar una lengua para ellos desconocida, que, miren ustedes por dónde, una ministra de nómina se vanagloria de querer erradicar, cuatro o cinco siglos más tarde. No es que ponga de ejemplo al que premiaran con un Nobel, porque vaya si decía tacos, pero es claro que a la señora que se ufana de cometer ese crimen le sobra una A en su apellido.
Tiempo después, con los aumentos de la población y nacimiento de las naciones, con el grifo abierto sin control, con la gente embebecida por estar viviendo un sueño inesperado, surgieron otros amos, que por señalar un poco podemos identificar por sus topónimos, Inglaterra y Francia, países en origen de nuestra cultura, pero con mucha más ansia de poder, que se aficionaron a ser llamados imperios y meter la cuchara en las guerras del momento. A estos se les unirían otros, que duraron lo que duraron y montaron el chiringuito colonial. Por cierto, uno de ellos, Inglaterra, todavía sostiene uno de los suyos nada menos que en nuestra tierra. Pero ese es otro asunto.
Así llegamos al gran fiasco del XX, cuando otro aprendiz de brujo se obcecó en meterle los dedos en los ojos a medio mundo (el otro medio estaba en lo suyo, aunque también codiciaba bienes mostrencos, que no eran tales sino previamente establecidos) y, claro, le dejaron maniobrar a su aire una docena de años, hasta que le obligaron a pegarse un tiro. A ese imperio, programado para mil en el cómputo enloquecido de su creador, lo llamaríamos de risa si no fuera porque trajo millones de cadáveres y dio entrada en el sarao a otros dos, que con la llegada del XXI se ha transformado en tres. En este punto cabría asegurar que no tardaremos en ver chorlitos emergentes procedentes de Asia y África dispuestos a montar un número parecido, aun sabiendo que todo ha sido ya inventado.
Pero no son estos los amos del mundo. Lo han sido, imperios, países, naciones, psicópatas y demás gente del montón, y ya les ha valido, con sus luces y sus sombras, para dibujar el panorama que vivimos, o padecemos. No, los verdaderos amos son, hoy, fantasmales, espíritus con la corbata de marca adornándose el pecho, apellidos reales o falsos que se dejan retratar por las lenguas que les sirven, mientras ellos firman cheques inmensos que desvían por canales secretos a misteriosos y oscuros destinos, solo Dios sabe a cuantas personas servirán de sepultura. Estos son los auténticos amos, que no han sido invitados a las mesas de los ricos, pero ahí están