Los apestados

2/MAY.- Así están las cosas. No vale el lenguaje que utilizan, no resulta fino hablar de apestados. Para peste, Dios no quiera que sea bubónica, ya hemos tenido muchas. Por ejemplo, la que ahora ellos representan.

​Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol núm. 619, de 2 de mayo de 2022. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín semanal de LRP.

Los apestados

Cuando se tiene la desgracia de caer en las redes de la enfermedad lo primero que tenemos que hacer las personas es ponernos en manos de los médicos. Es cosa sencilla que, salvo excepciones, todo el mundo hace, a la espera de que se nos dé la solución. No hay recurso más eficaz que hacer frente al daño poniéndonos en manos de los que saben. El resultado lo sabremos pronto: o sanamos o vamos a peor. Así es la vida.

Si esto vale para nosotros, qué podemos decir de las instituciones. Cuando una de ellas, cualquiera, entra en esa nunca deseada experiencia, corre a cuenta de los responsables hacerse cargo de la situación. Un buen gestor admite la contrariedad y pone el asunto en los que tienen saberes para resolverlo; por regla general en todas las que se precian hay equipos capaces y raro es que los males se conviertan en endémicos. Entidades hay en España, a la hora de presente, que están francamente necesitadas de que las vean los galenos. No se trata de echar una ojeada al enfermo sino de profundizar en las causas y determinar, aunque sea basándose en los síntomas, su naturaleza. Si todo va bien, es probable que se arregle la situación; si no, el enfermo morirá. También aquí se puede decir que es ley de vida. La cuestión se reduce a tener presente dos o tres premisas que en tiempos se decía eran de sentido común. Y, como consecuencia, las personas, las instituciones, los foros, las tertulias, las agrupaciones, hasta las simples reuniones de jóvenes sentados en torno a una mesa repleta de jarras de cerveza, mal que bien, funcionaban; es decir, gozaban de buena salud.

Pero España no es, en sentido estricto, una institución, sino una sociedad. No es hora de explicar a nadie lo que somos, pero sí recordar que late por estos valles y estas sierras como un ángel alado que nos infunde la secreta sensación de sentirnos unidos en una empresa conjunta. Un hálito indescriptible que se funde con los supuestos históricos que nos hacen ser nación, y esta es una realidad intangible que miles de poetas y gente iletrada, cada cual, a su manera, ha sentido y siente. Es nuestro tesoro –no diré que cada país tenga el suyo– y como tal hemos de preservarlo. Es decir, tener conciencia de ello y hacer todo lo posible para que esa verdad, porque es verdad, permanezca. En circunstancias normales bastaría con la efímera, incluso frívola, imagen de las jarras de cerveza; pero es el caso que España está enferma. No quiero decir solo España, Europa y una parte extensa del mundo lo está. Ya no es solo la epidemia, convertida en pandemia, la que se ha adueñado de la salud de todos los países sino un virus mucho más letal y mortífero que nos va minando poco a poco. Sobran entendidos –médicos, epidemiólogos, virólogos, sujetos a sueldo de los estados, de las ONG, de sabe Dios qué chollo público– que cada día aparecen en las pantallas para decir cuatro chorradas que ni ellos mismos entienden, pero que a buen seguro les faculta a pasar por ventanilla. No, no es este el mal que nos aqueja. Lo que verdaderamente padecemos es el modelo de civilización. Occidente, por lo menos, es lo que está en vías de entrar en fase terminal. Estamos teniendo la mala suerte de vivir unos hechos que chocan frontalmente con los mínimos respetables necesarios para que el devenir discurra con arreglo a la Verdad, que quiere decir el Ser de las cosas. Y esa es la extraña e insólita enfermedad que necesita urgentemente ser tratada por un cirujano. Y he dicho cirujano, porque no bastaría, para arreglarlo, con unas simples pastillas de laboratorio.

Tendría que descender ahora al territorio espurio que pisamos todos los días, pero no lo voy a hacer. Casi me da vergüenza adentrarme en él, ya sea por evitar los efluvios deletéreos que despiden tantos políticos de nuevo cuño que tratan de hacernos ver que la realidad –ellos creen que es la verdad– es la que les anima y con esto, y el talonario de cheques en los bolsillos, van tirando. Pero no es así. Bueno, es posible que entre la siniestra nube que organiza la salud de nuestra gente se levante algún día el polvo dorado de fuerzas puras, que de todo hay por ahí. No sobran ejemplos en España, pero hace muchos meses que algunas voces sonaron para declarar, tal vez con palabras contra corriente, la enfermedad palpitante. Sembraban, claro está, porque las buenas cosechas tienen su «tempo». Hoy, quiero decir hace unos días, el polvo dorado se levanta por los suelos de Europa. En España, la vieja Castilla junto con León, por primera vez unos gritos valientes dicen más o menos lo que deben, con el asombroso rédito de haber ganado formar parte de un gobierno regional. Veamos lo que son capaces de hacer. Y, de no cambiar las cosas, pronto sonará en Andalucía, mi tierra.

Pues bien, a esa gente las llaman «ultraderecha», que puede traducirse por apestados. Sí, los que detentan los poderes de la Mentira en España, y que mandan, llaman apestados a los que la defienden, dejando en ropas menores a los que quieren destruirla; los mandamases que, viéndolas venir, proponen una cuadra de centroizquierda contra toda conjunción del PP con su partido afín, para hilvanar esa estupidez que llaman «cordón sanitario». Por supuesto, es una trampa. Supondría la muerte por inanición de una esperanza. Somos más de uno, diría millones, los que pensamos que al partido que anda mendigando por ahí miserias no hay que socorrerle ni dándole un vaso de agua. Así están las cosas. No vale el lenguaje que utilizan, no resulta fino hablar de apestados. Para peste, Dios no quiera que sea bubónica, ya hemos tenido muchas. Por ejemplo, la que ahora ellos representan.




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