Aquella maldita guerra
Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol núm. 632, de 1 de junio de 2022. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín semanal de LRP.
Sería una equivocación pensar que la proliferación de plumas, que no son pocas, que desde un tiempo a esta parte se ocupan de denostar a los comunistas y socialistas que tienen cogido el mando en España, por una simple veleidad deportiva. No es así. Leo con frecuencia artículos firmados por personas que no conozco y sé de aquellas cuyo pensamiento deriva en opiniones distintas a las mías. Además, trato con algunas que dan a sus palabras esos tintes apasionados que, naturalmente, escapan a toda conversación que se precie. Pero es norma universal que toda expresión intelectual, por el hecho de serlo, requiere el mínimo respeto. Por eso el bagaje adquirido respecto de lo que llamamos comunismo y socialismo, asimilado de buena fe y admirado por algunos con el paso de los años, reclama atención. No está dicho ni escrito que pensar que una sociedad se articule en torno a la idea de una comunidad de bienes y que un Estado organice la convivencia general con arreglo a ciertas premisas de igualdad y fraternidad sea cosa mala, y mucho menos perversa. Tampoco que la gente, la gente corriente y partícipe de un sistema de valores donde esos extremos queden cercanos, el Estado sea gestor de ello y los bolsillos de los elegidos sean poco menos que de cristal. Debo decirlo, a fuer de ser justo, dado que soy una de esas personas que zahieren un día sí y otro también a los abanderados de esas creencias. Naturalmente me he preguntado por qué.
¿Por qué nos pasa esto a nosotros? comunistas y socialistas los hay en todas partes y, dejando a un lado los primeros, porque provienen de covachas oscuras en tiempos tenebrosos, han sido incorporados de una forma u otra a los esquemas políticos vigentes. La fortuna ha sonreído a los socialistas, que desde el final de la Segunda Guerra supieron adaptarse a las conveniencias del momento. El resultado fue que una Europa que quería formarse con ímpetus renovadores comenzó a andar con razonables perspectivas, al punto de hacer posible que los nuevos Estados fueran poseyendo ciertos valores, viables para períodos de larga duración. Esto pasó en casi todos los países de nuestro continente, después de la devastación. Hoy podemos presumir de casi 80 años de convivencia en paz, quiero decir sin tanques por las calles. Huelga decir que no pretendo entrar en lo que ocurre en Ucrania, que merecerá un artículo aparte. Me ciño a las naciones que conforman el mosaico permanente, entre las cuales estamos los españoles. Si esto es así, que puede serlo con las debidas reservas de cuatro décadas de gobierno unipersonal de una sola persona, ¿por qué nos pasa esto a nosotros? ¿Por qué a los comunistas y socialistas españoles les sacude esa extraña enfermedad que los hace distintos a los que van por esos mundos defendiendo sus ideas, en buena parte de los casos sin traspasar las lindes de la decencia?
Cuesta admitirlo, pero se quiera o no la mente se me va a episodios terribles, de pronto hará un siglo. Fue entonces cuando España se partió en dos mitades. Fue el momento histórico en que una parte se avino a dar carta de naturaleza al Ser que nos había iluminado durante siglos y la otra parte se entregó a la ceremonia de la que llamaban la Revolución. Quien quiera entenderlo que lo entienda, pero si de un lado unos entendían que España albergaba en su seno valores en cierto modo permanentes del otro se les daba protagonismo a las fórmulas llegadas de fuera, por cierto, por entonces confusas e innovadoras que habrían de traer la muerte a millones de personas en el ámbito europeo. Entre estos últimos se encontraban los socialistas y comunistas de nuevo cuño, y con ellos los residuos separatistas, anarquistas y pistoleros, todos en conjunción dispuestos a crear situaciones que se ignoraba hasta dónde podían llegar. Ambos bandos amaban a España. Cada uno a su manera, pero los dos eran españoles. Se vieron en las calles, en los almacenes, en las juergas y en las mil diversiones de entonces, pero en todos latía el fantasma de la guerra civil. Y esta llegó.
Todas las guerras son malas. Es un acontecimiento enfermizo de los pueblos, pero las que llamamos más o menos familiarmente civiles dejan huellas indelebles. Por lo menos a largo plazo. ¿Quién se acuerda de las que hubo en este país a finales del XV entre los de la Beltraneja y doña Isabel? Eso es ya historia. Pero de las recientes se conserva la memoria. Todavía en los EE. UU. se perciben los efectos de la que tuvieron el Norte y el Sur. Y así con otras. Es la maldición que va incursa en la pelea entre hermanos. Nosotros padecemos ese mal. Tenía mala pinta y en 1978 se intentó arreglarlo, pero fracasó. Hubo como un acuerdo, sí, pero entre esas costuras iban prendidos los resabios enconados de los que «perdieron» en aquellos negros años. Fue como si dijeran: «Ahora os vais a enterar». Pues sí. Un señor de cejas en ángulo y otro de zancadas de mastodonte se han encargado de reverdecer los furores de aquella maldita guerra.
Solo que flota en el ambiente que esta pesadilla toca a su fin. En la Europa que queremos es necesario que desaparezcan no los socialistas y comunistas del cuento sino el odio que les consume. De ahí que quien les escribe les hable de estas cosas. Es como una obligación. Mejor diría, como una voz silenciosa que vaga por ciertas revistas del ramo, para quien quiera dedicar unos minutos a hablar en comandita.
La Razón de la Proa (LRP) no se hace responsable de las opiniones publicadas, son los autores firmantes los únicos que deben responder de las mismas. LRP tampoco tiene por qué compartir en su totalidad el criterio de los colaboradores. Todos los artículos de LRP se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia, teniendo en cuenta que LRP también reproduce artículos de terceros, en esos casos habría que pedirles autorización a ellos.
Recibir el boletín semanal de LRP (newsletter)